SEGUNDO VOLÚMEN

 

CAPÍTULO PRIMERO

Ideología y Partido

Era natural que el nuevo movimiento únicamente pudiese esperar asumir la importancia necesaria y obtener la fuerza requerida para su gigantesca lucha, en el caso de que desde el primer momento lograra despertar en el alma de sus partidarios, la sagrada convicción de que dicho movimiento no significaba imponer a la vida política un nuevo lema electoral, sino hacer que una concepción ideológica nueva, de trascendencia capital, llegara a preponderar.

Se debe considerar cuán paupérrimos son los puntos de vista de los cuales emanan generalmente los llamados "programas políticos" y la forma cómo éstos son ataviados de tiempo en tiempo con ropajes nuevos. Siempre es el mismo e invariable motivo el que induce a formular nuevos programas o a modificar los existentes: la preocupación por el resultado de la próxima elección. Se reúnen comisiones que "revisan" el antiguo programa y redactan uno "nuevo", prometiendo a cada uno lo suyo. Al campesino, se le ofrece para su agricultura; al industrial, para su manufactura; al consumidor, facilidades de compra; los maestros de escuela recibirán aumento de sueldo; los funcionarios mejoramiento de pensiones; viudas y huérfanos gozarán de la ayuda del Estado en escala superlativa; el tráfico, será fomentado; las tarifas, experimentarán considerable reducción y hasta los impuestos quedarán poco menos que abolidos.

Apoyados en estos preparativos y puesta la confianza en Dios y en la proverbial estulticia del cuerpo electoral, inician los partidos su campaña por la llamada "renovación" del Reich.

Pasadas las elecciones, el "señor representante del pueblo", elegido por un período de cinco años, se encamina todas las mañanas al congreso y llega, por lo menos, hasta la antesala donde encuentra la lista de asistencia. Sacrificándose por el bienestar del pueblo, inscribe allí su ilustre nombre y toma, a cambio de ello, la muy merecida dieta que le corresponde como insignificante compensación por este su continuado y agobiante trabajo.

Al finalizar el cuarto año de su mandato, o también en otras horas críticas, pero especialmente cuando se aproxima la fecha de la disolución de las cortes, invade súbitamente a los señores diputados un inusitado impulso y las orugas parlamentarias salen, cual mariposas de su crisálida, para ir volando al seno del "bien querido" pueblo. De nuevo se dirigen a sus electores, les cuentan de sus labores fatigantes y del malévolo empecinamiento de los adversarios. Dada la granítica estupidez de nuestra humanidad, el éxito no debe sorprendernos. Guiado por su prensa y alucinado por la seducción del nuevo programa, el rebaño electoral, tanto "burgués" como "proletario", retorna al establo común para volver a elegir a sus antiguos defraudadores.

¡Nada más decepcionante que observar todo este proceso en su desnuda realidad!

La lucha política, en todos los partidos que se dicen de orientación burguesa, se reduce en verdad a la sola disputa de escaños parlamentarios, en tanto que las convicciones y los principios se echan por la borda cual sacos de lastre; los programas políticos están adaptados, por cierto, a tal estado de cosas. Esos partidos carecen de aquella atracción magnética que arrastra siempre a las masas bajo la dominante impresión de amplios puntos de vista y bajo la fuerza persuasiva de fe incondicional y de coraje fanático para luchar por ellos.

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Antes de entrar a ocuparte de los problemas y objetivos del Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista deseo precisar el concepto "Völkish" (racista) y su relación con nuestro movimiento.

El concepto "völkish" se presenta susceptible de una elástica interpretación y es ilimitado, tal como ocurre, por ejemplo, con el término "religiös" (religioso). También el concepto "völkish" entraña en sí ciertas verdades fundamentales, las cuales, aun teniendo la trascendencia más eminente, son sin embargo tan vagas en su forma, que cobran valor superior al de una simple opinión más o menos autorizada cuando se las engasta como elementos básicos en el marco de un partido político. La realización de aspiraciones de concepción ideológica y también la de los postulados que de ellas de derivan, no son resultado ni de la pura sensibilidad ni del solo anhelo del hombre, como tampoco V. Gr. la consecución de la libertad, es el fruto del ansia general por ella.

Toda concepción ideológica, por mil veces justa y útil que fuese para la humanidad, quedará prácticamente sin valor en la vida de un pueblo, mientras sus principios no se hayan convertido en el escudo de un movimiento de acción, el cual a su vez, no pasará de ser un partido, mientras no haya coronado su obra con la victoria de sus ideas y mientras sus dogmas de partido no constituyan las leyes básicas del Estado dentro de la comunidad del pueblo.

A la representación abstracta de una idea justa en principio, que da el teorizante, debe sumarse la experiencia práctica del político. Al investigador de la verdad tiene que complementarle el conocedor de la psiquis del pueblo para extraer y conformar del fondo de la verdad eterna y del ideal, lo humanamente posible para el simple mortal. Del seno de millones de hombres, donde el individuo adivina con más o menos claridad las verdades proclamadas y quizás, si hasta en parte las aprende, surgirá el hombre que con apodíctica energía forme de las vacilantes concepciones de la gran masa, principios graníticos por cuya verdad exclusiva luchará hasta que del mar ondeante de un mundo libre de ideas emerja la roca de un común sentimiento unitario de fe y voluntad.

El derecho universal de obrar así, se funda en la necesidad, en tanto que tratándose del derecho individual es el éxito el que en ese caso justifica el proceder.

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La concepción política corriente en nuestros días, descansa generalmente sobre la errónea creencia de que, sin bien se le pueden atribuir al Estado energías creadoras y conformadoras de la cultura, el mismo, en cambio, nada tiene de común con premisas raciales, sino que podría ser más bien considerado como un producto de necesidades económicas o, en el mejor de los casos, el resultado natural del juego de fuerzas políticas. Este criterio, desarrollado lógica y consecuentemente, conduce no sólo al desconocimiento de energías primordiales de la raza, sino también a una deficiente valoración de la persona, ya que la negación de la diversidad de razas, en lo tocante a sus aptitudes generadoras de cultura, hace que ese error capital tenga necesariamente que influir también en la apreciación del individuo. Aceptar la hipótesis de la igualdad de razas, significaría proclamar la igualdad de los pueblos y consiguientemente la de los individuos.

Según eso, el marxismo internacional no es más que una noción hace tiempo existente y a la cual le dio el judío Karl Marx la forma de una definida profesión de fe política. Sin la previa existencia de ese emponzoñamiento de carácter general, jamás habría sido posible el asombroso éxito político de esa doctrina. Karl Marx fue, entre millones, realmente el único que con su visión de profeta descubriera en el fango de una humanidad paulatinamente envilecida, los elementos esenciales del veneno social, y supo reunirlos, cual un genio de la magia negra, en una solución concentrada para poder destruir así con mayor celeridad, la vida independiente de las naciones soberanas del orbe. Y todo esto, al servicio de su propia raza.

Frente a esa concepción, ve la ideología nacionalracista, el valor de la humanidad en sus elementos raciales de origen. En principio considera el Estado sólo como un medio hacia un determinado fin y cuyo objetivo es la conservación racial del hombre. De ninguna manera, por tanto, en la igualdad de las razas, sino que por el contrario, al admitir su diversidad, reconoce también la diferencia cualitativa existente entre ellas. Esta persuasión de la verdad, le obliga a fomentar la preponderancia del más fuerte y a exigir la supeditación del inferior y del débil, de acuerdo con la voluntad inexorable que domina el universo. En el fondo, rinde así homenaje al principio aristocrático de la Naturaleza y cree en la evidencia de esa ley, hasta tratándose del último de los seres racionales. La ideología racista distingue valores, no sólo entre las razas, sino también entre los individuos. Es el mérito de la personalidad lo que para ella se destaca del conjunto de la masa obrando, por consiguiente, frente a la labor disociadora del marxismo, como fuerza organizadora. Cree en la necesidad de una idealización de la humanidad como condición previa para la existencia de ésta. Pero le niega la razón de ser a una idea ética, si es que, ella, racialmente, constituye un peligro para la vida de los pueblos de una ética superior, pues en un mundo bastardizado o amestizado, estaría predestinada a desaparecer para siempre toda noción de lo bello y digno del hombre, así como la idea de un futuro mejor para la humanidad.

La cultura humana y la civilización están inseparablemente ligadas a la idea de la existencia del hombre ario. Su desaparición o decadencia sumiría de nuevo al globo terráqueo en las tinieblas de una época de barbarie. El socavamiento de la cultura humana por medio del exterminio de sus representantes, es para la concepción de la ideología racista el crimen más execrable.

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La concreción sistemática de una ideología, jamás podrá realizarse sobre otra base que no fuese una definición precisa de la misma y teniendo en cuenta que lo que para la fe religiosa representan los dogmas, son los principios políticos para un partido en formación.

Por tanto, se impone dotar a la ideología racista de un instrumento que posibilite su propagación análogamente a la forma cómo la organización del partido marxista le abre paso al internacionalismo.

Esta es la finalidad que persigue el partido obrero alemán nacionalsocialista.

Personalmente, ví mi misión en la tarea de extraer del amplio e informe conjunto de una concepción ideológica general, los elementos que son substanciales y darles formas más o menos dogmáticas, de modo que, por su clara precisión, se presten para cohesionar unitariamente a aquellos que juren la idea. En otros términos: El partido obrero alemán nacionalsocialista toma del fondo de la idea básica de una concepción racista general, los elementos esenciales para formar con ellos -sin perder de vista la realidad práctica, la época que vivimos y el material humano existente, así como las flaquezas inherentes a éste- una profesión de fe política, la cual, a su vez, pueda hacer de la cohesión de las grandes masas, rígidamente organizadas, la condición previa para la victoriosa evidenciación de la ideología racista.

 

CAPÍTULO SEGUNDO

El Estado

Ya en los años de 1920 y 1921, los círculos anticuados de la burguesía, acusaron incesantemente a nuestro movimiento de mantener una posición negativa frente al Estado actual, y de esta acusación la politiquería partidista de todos los sectores hizo derivar el derecho de iniciar, por todos los medios, la lucha opresora contra la joven e incómoda protagonista de una nueva concepción ideológica. Por cierto que deliberadamente se había olvidado de que el mismo burgués de nuestros días era ya incapaz de imaginar bajo el concepto "Estado" un organismo homogéneo y tampoco existía, ni podía existir, una definición concreta para el mismo. A esto se agrega que en nuestras universidades, suelen haber a menudo "difundidores" en forma de catedráticos de Derecho Público, cuya "suprema tarea" consiste en elucubrar explicaciones e interpretaciones sobre la existencia, más o menos dichosa del Estado al cual deben el pan cotidiano. Cuanto más abtrusa sea la contextura de un Estado, tanto más impenetrable, alambicado e incompresible, resulta el sentido de las definiciones de su razón de ser.

En términos generales, se puede distinguir tres criterios diferentes:

a) El grupo de los que ven en el Estado simplemente una asociación, más o menos espontánea, de gentes sometidas al poder de un gobierno. En el solo hecho de la existencia de un Estado, radica, para ellos, una sagrada inviolabilidad. Apoyar semejante extravío de cerebros humanos, supone rendir culto servil a la llamada autoridad del Estado. En un abrir y cerrar de ojos, se transforma en la mentalidad de esas gentes el medio en un fin.

b) El segundo grupo, no admite que la autoridad del Estado represente la única y exclusiva razón de ser de éste, sino que, al mismo tiempo, le corresponde la misión de fomentar el bienestar de sus súbditos. La idea de "libertad", es decir, de una libertad generalmente mal entendida, se intercala en la concepción que esos círculos tienen del Estado. La forma de gobierno ya no parece inviolable por el solo hecho de su existencia; se la analiza más bien desde el punto de vista de su conveniencia. Por lo demás, es un criterio que espera del Estado, sobre todo, una favorable estructuración de la vida económica del individuo; un criterio, por tanto, que juzga desde puntos de vista prácticos y de acuerdo con nociones generales del rendimiento económico. A los representantes principales de esta escuela, los encontramos en los círculos de nuestra burguesía corriente y con preferencia en los de nuestra democracia liberal.

c) El tercer grupo es numéricamente el más débil y cree ver en el Estado un medio para la realización de tendencias imperialistas, a menudo vagamente formuladas dentro de este Estado, de un pueblo homogéneo y del mismo idioma.

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Fue muy triste observar en los últimos cien años cómo infinidad de veces, pero con la mejor buena fe, se jugó con la palabra "germanizar". Yo mismo recuerdo cómo en mi juventud precisamente esta palabra sugería ideas increíblemente falsas. En los círculos pangermanistas mismos, se podía escuchar, en aquellos tiempos, la absurda opinión de que en Austria, los alemanes, llegarían buenamente a conseguir la germanización de los eslavos de dicho país.

Es un error casi inconcebible creer que, por ejemplo, un negro o un chino se convierten en germanos porque aprendan el idioma alemán y estén dispuestos en lo futuro a hablar la nueva lengua o dar su voto por un partido político alemán.

Desde luego, esto habría significado el comienzo de una bastardización y con ello, en el caso nuestro, no una germanización, sino más bien la destrucción del elemento germano.

Como la nacionalidad o mejor dicho, la raza, no estriba precisamente en el idioma, sino en la sangre, se podría hablar de una germanización sólo en el caso de que, mediante tal proceso, se lograse cambiar la sangre de los sometidos, lo cual constituiría no obstante, un descenso del nivel de la raza superior.

Que enorme es ya el daño que, indirectamente, se ha ocasionado a nuestra nacionalidad, con el hecho de que debido a la falta de conocimiento de muchos americanos, se toma por alemanes a los judíos, que hablando alemán, llegan a América.

Lo que a través de la historia pudo germanizarse provechosamente, fue el suelo que nuestros antepasados conquistaron con la espada y que colonizaron después con campesinos alemanes. Y si allí se infiltró sangre extraña en el organismo de nuestro pueblo, no se hizo más que contribuir con ello a la funesta disociación de nuestro carácter nacional, lo cual se manifiesta en el lamentable superindividualismo de muchos.

Por eso el primer deber de un nuevo movimiento de opinión, basado sobre la ideología racista, es velar porque el concepto que se tiene del carácter y de la misión del Estado adquiera una forma clara y homogénea.

No es el Estado en sí el que crea un cierto grado cultural; el Estado puede únicamente cuidar de la conservación de la raza de la cual depende esa cultura.

En consecuencia, es la raza y no el Estado lo que constituye la condición previa de la existencia de una sociedad humana superior.

Las naciones o mejor dicho las razas que poseen valores culturales y talento creador, llevan latentes en sí mismas, esas cualidades, aun cuando, temporalmente, circunstancias desfavorables no permitan su desarrollo. De eso se infiere también que es una temeraria injusticia presentar a los germanos de la época anterior al cristianismo como hombres "sin cultura", es decir, bárbaros, cuando jamás lo fueron, pues el haberse visto obligados a vivir bajo condiciones que obstaculizaron el desenvolvimiento de sus energías creadoras, debióse a la inclemencia de su suelo nórdico. De no haber existido el mundo clásico, si los germanos hubiesen llegado a las regiones meridionales de Europa, más propicias a la vida, y si, además, hubiesen contado con los primeros medios técnicos auxiliares, sirviéndose de pueblos de raza inferior, la capacidad creadora de cultura, latente en ellos, hubiera podido alcanzar un brillante florecimiento, como en el caso de los helenos. Pero la innata fuerza creadora de cultura que poseía el germano, puede atribuirse únicamente a su origen nórdico. Llevados a tierras del sur, ni el lapón ni el esquimal podrían desarrollar una elevada cultura. Fue el ario, precisamente a quien la Providencia dotó de la bella facultad de crear y organizar, sea porque él lleve latentes en sí mismo esas cualidades o porque las imprima a la vida que nace según las circunstancias propicias o desfavorables del medio geográfico que lo rodea.

Nosotros los nacionalsocialistas, tenemos que establecer una diferencia rigurosa entre el Estado, como recipiente y la raza como su contenido. El recipiente tiene su razón de ser sólo cuando es capaz de abarcar y proteger el contenido; de lo contrario, carece de valor.

El fin supremo de un Estado racista, consiste en velar por la conservación de aquellos elementos raciales de origen que, como factores de cultura, fueron capaces de crear lo bello y lo digno inherente a una sociedad humana superior. Nosotros, como arios, entendemos el Estado como el organismo viviente de un pueblo que no sólo garantiza la conservación de éste, sino que lo conduce al goce de una máxima libertad, impulsando el desarrollo de sus facultades morales e intelectuales.

Aquello que hoy trata de imponérsenos como Estado, generalmente no es más que el monstruoso producto de un hondo desvarío humano que tiene por consecuencia una indecible miseria.

Nosotros los nacionalsocialistas, sabemos que, debido a este modo de pensar, estamos colocados en el mundo actual en un plano revolucionario y llevamos, por tanto, el sello de esta revolución. Mas, nuestro criterio y nuestra manera de actuar, no deben depender, en caso alguno, del aplauso o de la crítica de nuestros contemporáneos, sino, simplemente, de la firme adhesión a la verdad, de la cual estamos persuadidos. Sólo así podremos mantener el convencimiento de que la visión más clara de la posteridad no solamente comprenderá nuestro proceder de hoy, sino que también reconocerá que fue justo, y lo ennoblecerá.

Si nos preguntásemos cómo debería estar constituido el Estado que nosotros necesitamos, tendríamos que precisar, ante todo, la clase de hombres que ha de abarcar y cual es el fin al que debe servir.

Desgraciadamente nuestra nacionalidad ya no descansa sobre un núcleo racial homogéneo. El proceso de la fusión de los diferentes componentes étnicos originarios, no está tampoco tan avanzado como para poder hablar de una nueva raza resultante de él. Por el contrario, los sucesivos envenenamientos sanguíneos que sufrió el organismo nacional alemán, en particular a partir de la guerra de los Treinta años, vinieron a alterar la homogeneidad de nuestra sangre y también de nuestro carácter. Las fronteras abiertas de nuestra patria al contacto de pueblos vecinos no germanos, a lo largo de las zonas fronterizas, y ante todo el infiltramiento directo de sangre extraña en el interior del Reich, no dan margen, debido a su continuidad, a la realización de una fusión completa.

Al pueblo alemán le falta aquel firme instinto gregario que radica en la homogeneidad de la sangre y que en los trances de peligro inminente salvaguarda a las naciones de la ruina. El hecho de la inexistencia de una nacionalidad, sanguíneamente homogénea nos ha ocasionado daños dolorosos. Dio ciudades residenciales a muchos pequeños potentados, pero al pueblo mismo le arrebató en su conjunto el derecho señorial.

Significa una bendición el que gracias a esa incompleta promiscuidad, poseamos todavía en nuestro organismo nacional grandes reservas del elemento nórdico germano de sangre incontaminada, y que podamos considerarlo como el tesoro más valioso de nuestro futuro.

El Reich alemán, como Estado, tiene que abarcar a todos los alemanes e imponerse la misión, son sólo de cohesionar y de conservar las reservas más preciadas de los elementos raciales originarios de este pueblo, sino también, la de conducirlos, lenta y firmemente, a una posición predominante.

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Es posible que para muchos de nuestros actuales burocratizados dirigentes del gobierno, sea más tranquilizador laborar por el mantenimiento de un estado de cosas existente, que luchar por el advenimiento de uno nuevo. Más cómodo les parecerá siempre ver en el Estado un mecanismo destinado llanamente a conservarse a sí mismo y que, por ende, vela también por ellos, ya que su vida "pertenece al Estado", como acostumbran a decir.

En consecuencia, al luchar nosotros por una nueva concepción que responde plenamente al sentido primordial de las cosas, encontraremos muy pocos camaradas en el seno de una sociedad envejecida no sólo orgánicamente, sino también espiritualmente, por desgracia. Por excepción, quizá algunos ancianos con el corazón joven y la mente fresca todavía, vendrán de esos círculos hacia nosotros, pero jamás aquéllos que ven el objeto esencial de su vida en la conservación de un estado de cosas ya establecido.

Es un hecho que, cuando en una nación, con una finalidad común, un determinado contingente de máximas energías se segrega definitivamente del conjunto inerte de la gran masa, esos elementos de selección llegarán a exaltarse a la categoría de dirigentes del resto. Las minorías hacen la historia del mundo, toda vez que ellas encarnan, en su minoría numérica, una mayoría de voluntad y de entereza.

Por eso lo que hoy a muchos les parece una dificultad, es, en realidad, la premisa de nuestro triunfo. Justamente en la magnitud y en las dificultades de nuestro cometido radica la posibilidad de que sólo los más calificados elementos de lucha han de seguirnos en nuestro camino. Esta selección será la que garantice el éxito.

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Todo cruzamiento de razas conduce fatalmente, tarde o temprano, a la extinción del producto híbrido mientras en el ambiente coexista, en alguna forma de unidad racial, el elemento cualitativamente superior representado en este cruzamiento. El peligro que amenaza al producto híbrido desaparece en el preciso momento de la bastardización del último elemento puro de raza superior.

En esto se dunda el proceso de la regeneración natural que, aunque lentamente, contando con un núcleo de elementos de raza pura y siempre que haya cesado la bastardización, llega a absorver, poco a poco, los gérmenes del envenenamiento racial.

Un estado de concepción racista, tendrá en primer lugar, el deber de librar al matrimonio del plano de una perpétua degradación racial y consagrarlo como la institución destinada a crear seres a la imagen del Señor y no monstruos, mitad hombre, mitad mono.

Toda protesta contra esta tesis, fundándose en razones llamadas humanitarias, están en una abierta oposición con una época en la que, por un lado, se da a cualquier degenerado la posibilidad de multiplicarse, lo cual supone imponer a sus descendientes y a los contemporáneos de éstos indecibles penalidades, en tanto que, por el otro, se ofrece en droguerías y hasta en puestos de venta ambulante, los medios destinados a evitar la concepción en la mujer, aún tratándose de padres completamente sanos. En el Estado actual de "orden y tranquilidad", es pues un crimen ante los ojos de las famosas personalidades nacional-burguesas el tratar de anular la capacidad de procreación de los sifilíticos, tuberculosos, tarados atávicos, defectuosos y cretinos; inversamente, nada tiene para ellos de malo ni afecta a las "buenas costumbres" de dicha sociedad, constituida de puras apariencias y miope por inercia, el hecho de que millones de los más sanos restrinjan prácticamente la natalidad.

¡Qué infinitamente huérfano de ideas y de nobleza es todo este sistema! Nadie se inquieta ya por legar a la posteridad lo mejor, sino que llanamente, se deja que las cosas sigan su curso...

Es deber del Estado racista, reparar los daños ocasionados en este orden. Tiene que comenzar por hacer de la cuestión raza el punto central de la vida general. Tiene que velar por la conservación de su pureza y tiene también que consagrarse al niño como al tesoro más preciado de su pueblo. Está obligado a cuidarse de que solo los individuos sanos tengan descendencia. Debe inculcar que existe un oprobio único: engendrar estando enfermo o siendo defectuoso; pero que frente a esto, hay una acción que dignifica: renunciar a la descendencia. Por el contrario deber`´a considerar execrable el privar a la nación de niños sanos. El Estado tendrá que ser el garantizador de un futuro milenario frente al cual nada significan, y no harán más que doblegarse, el deseo y el egoísmo individuales. El Estado tiene que poner los más modernos recursos médicos al servicio de esta necesidad. Todo individuo notoriamente enfermo y atávicamente tarado, y como tal, susceptible de seguir trasmitiendo por herencia sus defectos, debe ser declarado inepto para la procreación y sometido al tratamiento práctico. Por otro lado, el Estado tiene que velar por que no sufra restricciones la fecundidad de la mujer sana como consecuencia de la pésima administración económica de un régimen de gobierno que ha convertido en una maldición para los padres la dicha de tener una prole numerosa.

Aquel que física y mentalmente no es sano, no debe, no puede perpetuar sus males en el cuerpo de su hijo. Enorme es el trabajo educativo que pesa sobre el Estado racista en este orden, pero su obra aparecerá un día como un hecho más grandioso que la más gloriosa de las guerras de esta nuestra época burguesa. El Estado tiene que persuadir al individuo, por medio de la educación, de que estar enfermo y endeble no es una afrenta, sino simplemente una desgracia digna de compasión; pero que es un crimen y por consiguiente, una afrenta, infamar por propio egoísmo esa desgracia, trasmitiéndola a seres inocentes.

El Estado deberá obrar prescindiendo de la comprensión o incompresión, de la popularidad o impopularidad que provoque su modo de proceder en este sentido.

Apoyada en el Estado, la ideología racista logrará, a la postre, el advenimiento de una época mejor, en la cual los hombres, no se preocuparán más que de la selección de perros, caballos y gatos, sino de levantar el nivel racial del hombre mismo; una época en la cual unos, reconociendo su desgracia, renuncien silenciosamente, en tanto que los otros den gozosos su tributo a la descendencia.

Que esto es factible, no se puede negar en un mundo donde cientos de miles se imponen voluntariamente el celibato sin otro compromiso que el precepto de una religión.

Cuando una generación adolece de defectos y los reconoce y hasta los confiesa, para luego conformarse con la cómoda disculpa de que nada se puede remediar, quiere decir que esa sociedad hace tiempo que inició su decadencia.

Nosotros no debemos hacernos ninguna ilusión. ¡No! Bien sabemos que nuestro mundo burgués de hoy es ya incapaz de ponerse al servicio de ninguna elevada misión de la humanidad porque, sencillamente, en cuanto a calidad, es pésima su condición. Y es pésima debido menos a una maldad intencionada, que a una incalificable indolencia y a todo lo nocivo que de ello emana. He aquí también la razón porque aquellos clubs que abundan bajo la denominación genérica de "partidos burgueses", hace tiempo que no son otra cosa que comunidades de intereses creados de determinados grupos profesionales y clases, de suerte que su máximo objetivo se concreta ya sólo a la defensa más apropiada de intereses egoístas. Ocioso es, por cierto, querer explicar que un gremio tal de "burgueses políticos" pueda prestarse a todo menos a la lucha, especialmente si el sector adversario no se compone de timoratos sino de masas proletarias fuertemente aleccionadas y dispuestas a todo.

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Si consideremos como el primer deber del Estado la conservación, el cuidado y el desarrollo de nuestros elementos sociales, en servicio y por el bien de la nacionalidad, lógico es pues que ese celo protector no debe acabar con el nacimiento del pequeño congénere, sino que el Estado tiene que hacer de él un elemento valioso, digo de reproducirse después.

Fundándose en esta convicción, el Estado racista no particulariza su misión educadora a la mera tarea de insuflar conocimientos del saber humano. No, su objetivo consiste, en primer término, en formar hombres físicamente sanos. Seguidamente, en segundo plano, está el desarrollo de las facultades mentales y aquí, a su vez, en el fomento de la fuerza de voluntad y de decisión, habituando al educando a asumir gustoso la responsabilidad de sus actos. Como corolario viene la instrucción científica.

El Estado racista debe partir del punto de vista de que un hombre, si bien de instrucción modesta pero de cuerpo sano y de carácter firme, rebosante de voluntad y de espíritu de acción, vale más para la comunidad del pueblo que un superintelectual enclenque.

Por tanto, el entrenamiento físico, en el Estado racista, no constituye una cuestión individual, ni menos algo que incumbe sólo a los padres, interesando a la comunidad sólo en segundo o tercer término, sino que es una necesidad de la conservación nacional representada y garantizada por el Estado. Del mismo modo que en lo tocante a la instrucción escolar interviene hoy el Estado en el derecho de la autodeterminación del individuo y le supedita al derecho de la colectividad, sometiendo al niño a la instrucción obligatoria, sin previo consentimiento de los padres, así también, pero en una escala mayor, tiene el Estado racista que imponer un día su autoridad frente al desconocimiento o a la incomprensión del individuo en cuestiones que afectan a la conservación del acervo nacional. Su labor educativa deberá estar organizada de tal suerte, que el cuerpo del niño sea tratado convenientemente desde la primera infancia, para que así adquiera el temple físico necesario al desarrollo de su vida. Tendrá que velar, ante todo, porque no se forme una generación de sedentarios.

La escuela, en el Estado racista, deberá dedicar a la educación física infinitamente más tiempo del actualmente fijado. No debería transcurrir un solo día sin que el adolescente deje de consagrarse por lo menos durante una hora por la mañana y durante otra por la tarde al entrenamiento de su cuerpo, mediante deportes y ejercicios gimnásticos. En particular, no puede prescindirse de un deporte que justamente ante los ojos de muchos que se dicen "racistas" es rudo e indigno: el pugilato. Es increíble cuán erróneas son las opiniones difundidas en este respecto en las esferas "cultas", donde se considera natural y honorable que el joven aprenda esgrima y juegue a la espada, en tanto que el boxeo lo conceptúan como una torpeza. ¿Y por qué? No existe deporte alguno que fomente como este él espíritu de ataque y la facultad de rápida decisión, haciendo que el cuerpo adquiera la flexibilidad del acero. No es más brutal que dos jóvenes diluciden un altercado con los puños que con una lámina de aguzado acero. Tampoco es menos noble que un hombre agredido se defienda de su agresor con los puños, en vez de huir para apelar a la policía.

El tipo humano ideal que busca el Estado racista, no está representado por el pequeño moralista burgués o la solterona virtuosa, sino por la retemplada encarnación de la energía viril y por mujeres capaces de dar a luz verdaderos hombres. Es así como el deporte no sólo está destinado a hacer del individuo un hombre fuerte, diestro y audaz, sino también a endurecerle y enseñarle a soportar inclemencias.

Si toda nuestra esfera superior de intelectuales no hubiese sido educada tan exclusivamente en medio de reglas de atildado trato y hubiese aprendido también a boxear, jamás habría sido posible la revolución de 1918, revolución hecha por rufianes, desertores y otros maleantes. Porque lo que a estos les dio el triunfo no fue el fruto de su osadía, ni de su fuerza de acción, sino más bien el resultado de la cobarde y miserable falta de entereza por parte de los que entonces dirigían el Estado y eran los responsables.

Nuestro pueblo alemán, que actualmente yace en la ruina expuesto a las patadas del resto del mundo, necesita justamente aquella fuerza de sugestión que engendra la confianza en sí mismo. Este sentimiento de confianza en sí mismo, tiene que ser inculcado desde la niñez. Toda la educación y la instrucción del joven deben estribar en la tarea de cimentar la convicción de que en ningún caso él es menos que otros. Mediante su vigor físico y su agilidad, debe recobrar la fe en la invencibilidad de su raza, pues, aquello que otrora condujera al ejército alemán a la victoria, fue la suma de confianza que poseía en sí mismo cada uno de sus componentes y, a su vez, todos en el comando. Lo que ha de levantar de nuevo la pueblo alemán, es sin duda la convicción de la posibilidad de volver al goce de su libertad. Pero esta convicción no puede ser sino el resultado de un sentimiento común arraigado en el alma de millones.

Tampoco en esto debemos hacernos ilusiones, porque si enorme fue en magnitud el desastre sufrido por nuestro pueblo, no menos enorme tienen que ser el esfuerzo que hagamos para que un día quede dominada la calamidad que nos aflige. Sólo gracias a un supremo esfuerzo de la voluntad nacional y sólo gracias, también, a un sumum de ansia libertaria y de pasión ardiente, ha de poderse compensar lo que hoy nos falta.

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El Estado racista tiene que llevar a cabo y supervigilar el entrenamiento físico de la juventud, no únicamente durante los años de la vida escolar; su obligación se extiende también al periodo postescolar, en que debe velar que mientras el joven se halle en el desarrollo, ese desarrollo se efectúe en bien suyo. Es un absurdo admitir que terminado el periodo escolar cese súbitamente el derecho de supervigilancia del Estado sobre la vida de sus jóvenes ciudadanos, para volver a ponerlo en práctica cuando el individuo entra a prestar su servicio militar. Ese derecho es una obligación y como tal tiene carácter permanente.

Es indiferente la forma en que el Estado prosiga esta educación. Lo esencial es que lo haga buscando los medios más convenientes. En líneas generales, esa educación podría constituir una especie de preparación previa para el servicio militar, de manera que el ejército no tenga ya necesidad, como hasta ahora, de iniciar al joven en las más elementales nociones de los ejercicios reglamentarios, y así no incorporaría ya reclutas del tipo corriente de hoy, sino que, simplemente, convertiría en soldado al conscripto ya de antemano excelentemente entrenado.

El objetivo principal de la instrucción militar tendrá que ser, empero, el mismo que otrora constituyera el mayor mérito del antiguo ejército: el lograr que esa escuela haga del joven un hombre; allí no aprenderá a obedecer solamente, sino a adquirir asimismo las condiciones que lo capaciten para poder mandar un día. Deberá aprender a callar no sólo cuando se le reprenda con razón, sin también -si es necesario- en el caso inverso.

Cumplido el servicio militar, dos documentos deben extendérsele: Iº) su diploma de ciudadano, como título jurídico que lo habilite para ejercer en adelante una actividad pública; 2º) su certificado de salubridad, como testimonio de sanidad corporal para el matrimonio.

Análogamente al procedimiento que se emplea con el muchacho, el Estado racista puede orientar la educación de la muchacha, partiendo de puntos de vista iguales. También en este caso tiene que recaer la atención ante todo sobre el entrenamiento físico; inmediatamente después, conviene fomentar las facultades morales y por último las intelectuales. La finalidad de la educación femenina es inmutablemente, moldear a la futura madre.

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con qué frecuencia había motivo en la guerra para quejarse de que nuestro pueblo fuese tan poco capaz de guardar discreción. ¿Cuán difícil fue por esto substraer al conocimiento del enemigo secretos importantes?. Pero debemos preguntarnos, ¿qué hizo la educación alemana de la anteguerra para inculcar en el individuo la noción de la discreción y si se trató siquiera de presentarla como una varonil y valiosa virtud? Para el criterio de nuestros educadores actuales todo esto es sólo una bagatela, una bagatela sin embargo que le cuesta al Estado innumerables millones en concepto de gastos judiciales, ya que el 90 por 100 de todos los procesos por difamación o motivos análogos, proviene únicamente de la falta de discreción. Expresiones irresponsablemente lanzadas van de boca en boca con igual desparpajo; nuestra economía nacional sufre constantemente perjuicios, debido a imprudentes revelaciones sobre métodos especiales de fabricación, etc., a tal punto que, hasta los mismos preparativos secretos relacionados con la defensa del país, resultan ilusorios, porque sencillamente el pueblo no aprendió a guardar reserva, sino, más bien, a divulgarlo todo. Por cierto que en una guerra ese prurito de hablar puede conducir a la pérdida de batallas y a contribuir así notablemente al desenlace desfavorable de la contienda. También aquí se debe compartir la persecución de que aquello que no se ejercitó en la juventud mal puede saberse practicar en la vejez. Hoy en día, en la escuela, es igual a cero el desarrollo consciente de las buenas y nobles cualidades del carácter. En lo futuro, se impone darle a este aspecto toda la significación que merece. Lealtad, espíritu de sacrificio y discreción son virtudes indispensables a un gran pueblo; virtudes cuya enseñanza y cultivo, en la escuela, tienen más importancia que muchas de las asignaturas que llenan los programas escolares.

El Estado racista, en consecuencia, al lado del trabajo de entrenamiento corporal debe dar, dentro de su labor educativa, una máxima significación a la formación del carácter. Numerosos defectos morales que en la actualidad pesan sobre nuestro pueblo, podrían ser, si no extirpados completamente, por lo menos atenuados en gran parte, gracias a las ventajas de un sistema de educación bien orientado.

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Todos nos hemos lamentado a menudo de que en aquellos funestos tiempos de noviembre y diciembre de 1918, todas las autoridades hubieran claudicado y de que, desde el monarca al último divisionario ya nadie tuviese la entereza de obrar por propia iniciativa. También este terrible hecho fue el resultado de nuestra educación, pues, en esta catástrofe, no hizo más que revelarse, en una medida desfigurada hasta la enormidad, aquella falla que, en pequeño, era común a todos. Esa falta de voluntad y no precisamente la carencia de armas, es lo que hoy nos hace incapaces de una resistencia verdadera. Tal defecto está arraigado en el alma de nuestro pueblo, oponiéndose a toda decisión que entrañe un riesgo y como si lo magno de una acción no se manifestase justamente en la osadía. Sin darse cuenta, un general alemán encontró la fórmula clásica para definir semejante ausencia de voluntad: "Yo acostumbro a obrar -decía- sólo cuando cuento con 51 por 100 de probabilidades de éxito". Aquí, en estos "51 por 100" radica la causa del trágico desastre alemán. Aquél que exige previamente del destino la garantía del éxito, renuncia desde luego al mérito de una acción heroica, ya que ésta estriba precisamente en la persuasión de que, ante el peligro fatal de una situación dada, se opta por el paso que quizás pudiera resultar salvador.

Bien se puede decir que corresponde a la misma línea de conducta el temor a la responsabilidad que flota en el ambiente. También en este caso el error está en la falsa educación de nuestra juventud, error que después llega a saturar el conjunto de la vida pública y que encuentra, por último, su culminación inmortal en la institución del gobierno parlamentario.

Del mismo modo que el Estado racista tendrá un día que dedicar una máxima atención a la educación de la voluntad y del espíritu de decisión, deberá igualmente imbuir, desde un comienzo, en los corazones de la juventud la satisfacción de la responsabilidad y el valor de reconocer la propia culpa.

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Con escasas modificaciones, podrá el Estado racista incorporar a su sistema educacional el plan de la instrucción científica vigente que constituye en realidad el principio y el fin de toda labor educativa del Estado actual.

Ante todo, el cerebro juvenil no debe, por lo general, ser sobrecargado de conocimientos que, en una proporción de un 95 por 100, no son aprovechados por él y son, por consiguiente, olvidados.

Tómese, por ejemplo, el tipo normal del empleado público de 35 a 40 años de edad, que haya cursado en un Gymnasium o en otro establecimiento de humanidades (Oberrealschule); si se examinan los conocimientos que penosamente adquirió en la escuela, se verá cuán poco quedó de todo aquello!

En particular, se impone una reforma en el método de enseñar la historia. Probablemente en país alguno se aprende más historia que en Alemania, y tampoco, en el mundo, habrá un pueblo que, a semejanza del nuestro, sepa servirse tan pésimamente de las lecciones que ella ofrece. En un 99 por 100 de los casos, es ínfimo el resultado de la forma actual de la enseñanza en este ramo de la ciencia. A menudo la memoria retiene sólo algunas fechas y nombres, en tanto que es notoria la falta absoluta de una orientación grande y clara. Todo lo esencial, es decir, aquello que en realidad debe aprenderse, sencillamente, no se enseña; queda librado a la intuición más o menos genial del alumno, deducir de un cúmulo de fechas y de la sucesión de los hechos, las causas determinantes de los procesos históricos.

Es justamente en la enseñanza de la historia en la que se debe proceder a una simplificación de los programas. La utilidad de este estudio consiste en precisar las grandes líneas de la evolución humana, ya que no se aprende historia con la sola finalidad de enterarse de lo que fue, sino para encontrar en ella una fuente de enseñanza necesaria al porvenir y a la conservación de la propia nacionalidad. No se diga que el estudio a fondo de la historia supone el conocimiento minucioso de fechas, como base para la deducción de las grandes líneas. Esta deducción incumbe a los investigadores científicos.

Por lo demás, es tarea de un Estado racista, velar porque, al fin, se llegue a escribir una historia universal donde el problema racial ocupe lugar predominante.

En la enseñanza de la historia cabe sobre todo no prescindir del estudio de la época clásica. La historia romana, debidamente apreciada en sus grandes aspectos, es y será siempre el mejor maestro de todos los tiempos.

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La segunda modificación indispensable en los programas escolares, bajo el Estado racista, se refiere a lo siguiente:

Signo característico de la época materialista en que vivimos es el hecho de que nuestra instrucción se concrete más y más a las ciencias exactas, es decir, las matemáticas, la física, la química, etc. Por necesario que esto fuese en tiempos en que dominan la técnica y la química, no por eso deja de entrañar un inminente peligro el exclusivismo científico creciente de la instrucción general, en una nación. Por el contrario, la instrucción general debería ser siempre de índole idealista.

Conviene establecer una diferenciación precisa entre la instrucción general y las especializaciones profesionales; y por lo mismo que estas últimas están amenazadas de descender cada vez más a un plano de servicio exclusivo al dios Mamon, la instrucción general de orientación idealista debería ser mantenida a manera de contrapeso.

También, en este caso, es necesario grabar firmemente el principio de que la industria y la técnica, el comercio y las profesiones, pueden florecer solamente mientras una comunidad nacional, inspirada en fines idealistas, les dé las condiciones inherentes a su desarrollo. Pero estas condiciones no radican en el egoísmo materialista, sino en un espíritu altruista, dispuesto al sacrificio.

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Como el Estado actual no representa en sí más que una simple forma, es muy difícil educar hombres con esa orientación y menos aun imponerles deberes. Una forma es susceptible de romperse fácilmente. De todos modos, el concepto "Estado" carece hoy de un sentido claro y no queda otro camino que el de la educación "patriótica" corriente. En la Alemania de la anteguerra, descansaba este "patriotismo" en una glorificación poco inteligente y a menudo muy sosa de minúsculos potentados, lo cual implicaba desde luego renunciar al culto que se debía a las figuras realmente eminentes de nuestro pueblo.

Es obvio anotar que en estas condiciones no era posible concebir un entusiasmo nacional verdadero. A nuestros hombres-símbolos no se les supo presentar como a héroes máximos ante los ojos de la generación del presente, haciendo que la atención general se concretase a ellos, creándose así un sentimiento cívico común.

Desde que la revolución derrotista de 1918 hiciera su entrada triunfal en Alemania y el patriotismo monárquico tocara, con ello, a su fin, el objeto de la enseñanza de la historia en nuestras escuelas no es otro realmente que la mera adquisición de conocimientos. El Estado, tal como ahora existe, no requiere del sentimiento nacional y lo que anhela tampoco lo logrará jamás. Si en una época regida por el principio de las nacionalidades, no pudo existir un decidido patriotismo dinástico, mucho menos factible es ahora el entusiasmo republicano. Y no debe caber duda alguna de que, bajo el lema "Por la república" el pueblo alemán nunca habría permanecido cuatro largos años en los campos de batalla.

Es evidente que la república alemana debe su tranquila existencia a la docilidad con que por doquier acepta voluntariamente cuanto tributo se le impone o la facilidad con que suscribe todo pacto que implique un renunciamiento nacional.

Es lógico que esta república goce de simpatías en el resto del mundo; un débil es siempre más agradable para los que de él se sirven, que un espíritu fuerte. A la república alemana se la quiere y se la deja vivir por la sencilla razón de que no se podría encontrar un mejor aliado para la obra de esclavización de nuestro pueblo. El Estado alemán racista tendrá que luchar por su existencia. Es evidente que no podrá mantenerse ni defender su vida por la sola virtud de suscribir un Plan Dawes. El Estado racista requerirá para su existencia y seguridad justamente de todo eso de lo cual hoy se cree que se puede prescindir. Cuanto más incomparable y valioso se haga este Estado en su forma y en su fondo, mayor será la emulación y la resistencia que le opongan sus detractores. Sus ciudadanos mismos y no sus armas, serán entonces sus mejores medios de defensa; no lo protegerán barricadas sino la muralla viva de hombres y mujeres plenos de amor supremo a la patria y de fanático entusiasmo nacional.

El tercer aspecto a considerar en lo concerniente a la instrucción es este:

También la ciencia tiene que servir al Estado racista como un medio hacia el fomento del orgullo nacional. Se debe enseñar desde este punto de vista no sólo la historia universal, sino toda la historia de la cultura humana. No bastará que un inventor aparezca grande únicamente como inventor, sino que debe aparecer todavía más grande como hijo de su nación. La admiración que inspira todo hecho magno, debe transformarse en el orgullo de saber que el promotor del mismo fue un compatriota. Del innumerable conjunto de los grandes hombres que llenan la historia alemana, se impone seleccionar los más eminentes para inculcarlos en la mente de la juventud, de tal modo que esos nombres se conviertan en columnas inconmovibles del sentimiento nacional.

Para que este sentimiento nacional sea legítimo desde un comienzo y no consiste en una mera apariencia, justo es que en los cerebros plasmables de la juventud se cimente un férreo principio: Quién ama a su patria prueba ese amor sólo mediante el sacrificio que por ella está dispuesto a hacer. Un patriotismo que no aspira sino al beneficio personal, no es patriotismo. Tampoco es nacionalismo, el nacionalismo que abarca sólo determinadas clases sociales. Los hurras nada prueban y no le dan derecho a llamarse patriota a quien así exclama, si no está imbuido de la noble solicitud de velar por la conservación de su raza. Solamente puede uno sentirse orgulloso de su pueblo cuando ya no tenga que avergonzarse de ninguna de las clases sociales que forman este pueblo. Pero cuando una mitad de él vive en condiciones miserables e incluso se ha depravado, el cuadro es tan triste, que no hay razón para sentir orgullo. Sólo cuando una nación es, material y moralmente, sana en todas sus partes constitutivas, puede la satisfacción de pertenecer a ella, que experimenta el individuo, exaltarse con derecho a la categoría del elevado sentimiento que denominamos orgullo nacional. Pero este noble orgullo puede sentirlo únicamente aquél que es consciente de la grandeza de su pueblo.

El miedo que el "chauvinismo" le inspira a nuestra época constituye el signo de su impotencia. Es evidente que el mundo de hoy va camino de una gran revolución. Y todo se reduce al interrogante de si ella resultará en bien de la humanidad aria o en provecho del judío errante.

Mediante una apropiada educación de la juventud, podrá el Estado racista contar con una generación capaz de resistir la prueba en la hora de las supremas decisiones.

Será vencedor aquel pueblo que primero opte por este camino.

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La culminación de toda labor educacional del Estado racista consistirá en infiltrar instintiva y racionalmente en los corazones y los cerebros de la juventud que le está confiada, la noción y el sentimiento de raza. Ningún adolescente, sea varón o mujer, deberá dejar la escuela antes de hallarse plenamente compenetrado con lo que significa la puridad de la sangre y su necesidad. Además, esta educación, desde el punto de vista racial, tiene que alcanzar su perfección en el servicio militar, es decir, que el tiempo que dure este servicio hay que considerarlo como la etapa final del proceso normal de la educación del alemán en general.

Si en el Estado racista ha de tener capital importancia la forma de la educación física e intelectual, no menos esencial será para él la selección de los elementos mejores. Este aspecto se toma hoy en cuenta muy superficialmente. Por lo general, es sólo a los hijos de familias de alta situación económica y social a quienes, desde luego, se conceptúa dignos de recibir una instrucción superior. El talento juega aquí un rol secundario. Propiamente se puede apreciar sólo de modo relativo. Es posible, por ejemplo, que un muchacho campesino, aunque de instrucción inferior con respecto al hijo de una familia que ocupa desde generaciones atrás un rango elevado, posea más talento que éste. El hecho de que el niño burgués revele mayores conocimientos, nada tiene que ver en el fondo con el talento mismo, sino que radica en el cúmulo notoriamente más grande de impresiones que este niño recibe ininterrumpidamente como resultado de su múltiple educación y del cómodo ambiente de vida que le rodea.

En la actualidad existe quizá un solo campo de actividad donde realmente influye menos el origen social que el talento innato: el Arte. En él se evidencia manifiestamente que el genio no es atributo de las esferas superiores y ni de la fortuna. No es raro que los más grandes artistas procedan de las más pobres familias.

Se pretende afirmar que lo que tratándose del arte es innegable, no cabe en las llamadas ciencias exactas. Si bien, a base de un cierto entrenamiento mental, es posible infiltrar en el cerebro de un hombre de tipo corriente, conocimientos superiores a los de su medio; pero todo esto no es más que ciencia muerta y, por tanto, estéril. Este hombre resultará una enciclopedia viviente, mas, será un perfecto inútil en todas las situaciones difíciles y momentos decisivos de la vida.

Solo allí donde se aunen la capacidad y el saber, pueden surgir obras de impulso creador. Si en los últimos decenios el número de inventos importantes aumentó extraordinariamente, sobre todo en los Estados Unidos, no fue sin duda por otra razón que por la circunstancia de que allí -más que en Europa- un porcentaje considerable de talentos procedentes de las esferas sociales inferiores, tiene la posibilidad de lograr una instrucción superior. La facultad inventiva no depende, pues, de la simple acumulación de conocimientos, sino de la inspiración del talento.

También en este orden el Estado racista tendrá un día que dejar sentir su acción educativa. El Estado racista no tiene por misión el mantenimiento de la influencia de una determinada clase social; su tarea consiste más bien en la selección de los más capacitados dentro del conjunto nacional, para luego promoverlos a la posición de dignidad que merecen.

Además, el rol del Estado racista no se reduce solamente a la obligación de dar al niño en la escuela primaria una determinada instrucción, sino que le incumbe también el deber de fomentar el talento, orientándolo convenientemente. Ante todo, tiene que considerar como su más alto cometido, el abrir las puertas de los establecimientos fiscales de instrucción superior a todos los dotados de talento, sea cual fuere su origen social.

Aun por otra razón tiene que obrar en este sentido la previsión del Estado: Los círculos intelectuales en Alemania, se han hecho tan exclusivistas y están tan esclerosados que han perdido todo contacto vivo con las clases inferiores. Este exclusivismo resulta doblemente nefasto: primero, porque estos círculos carecen de comprensión y simpatía para la gran masa, y segundo, porque les falta fuerza de voluntad, la cual es siempre menos firme en los círculos intelectuales con espíritu de casta, que en la pueblo mismo.

La preparación política, así como el pertrechamiento técnico para la guerra mundial, fueron deficientes, no porque nuestros hombres de gobierno hubiesen tenido escasa instrucción, sino justamente por lo contrario, pues, aquellos hombres eran superinstruídos, atestados de saber y de espiritualidad, pero huérfanos de todo instinto sano y privados de energía y audacia. Fue una fatalidad que nuestro pueblo hubiera tenido que luchar por su existencia bajo el gobierno de un canciller que era un filósofo sin carácter. Si en lugar de un Bethmann-Hollweg hubiésemos tenido por Führer a un hombre popular de recia contextura, no se habría vertido en vano la sangre heroica del granadero raso. Ese mismo exagerado culto de lo puramente intelectual entre nuestros elementos dirigentes, fue el mejor aliado para la chusma revolucionaria de 1918.

La iglesia católica ofrece un ejemplo del cual se puede aprender mucho. En el celibato de sus sacerdotes radica la obligada necesidad de reclutar siempre las generaciones del clero entre las clases del pueblo y no de entre sus propias filas. Pero precisamente este aspecto de la institución del celibato no se sabe apreciar a menudo en su verdadera importancia. Al celibato se debe la asombrosa lozanía del gigantesco organismo de la iglesia católica, con su ductilidad espiritual y su férrea fuerza de voluntad.

Será misión del Estado racista, velar porque su sistema educacional permita una constante renovación de las capas intelectuales subsistentes mediante el aflujo de elementos jóvenes procedentes de las clases inferiores.

El Estado tiene la obligación de seleccionar del conjunto del pueblo, con máximo cuidado y suma minuciosidad, aquel material humano notoriamente dotado de capacidad por la naturaleza, para luego utilizarlo en servicio de la colectividad.

Cuando dos pueblos de índole idéntica entran en competencia, el triunfo le corresponderá al que en la dirección del Estado tenga representados a sus mejores valores, y el vencido será en cambio aquel cuyo gobierno no semeje más que una gran pesebrera común para determinar dos grupos o clases sociales, sin que se hayan tomado en cuenta las aptitudes innatas que debería reunir cada uno de los elementos dirigentes.

En cuanto al concepto trabajo, el Estado racista tendrá que formar un criterio absolutamente diferente del que hoy existe. Valiéndose, si es necesario, de un proceso educativo que dure siglos, dará al traste con la injusticia que significa menospreciar el trabajo del obrero. Como cuestión de principio, tendrá que juzgar al individuo no conforme al género de su ocupación, sino de acuerdo con la forma y la bondad del trabajo realizado. Esto parecerá monstruoso en una época en que el amanuense más estúpido, por el solo hecho de que trabaja con la pluma, está por encima del más hábil mecánico-técnico. Esta errónea apreciación no estriba, como ya se ha dicho, en la naturaleza de las cosas, sino que es el producto de una educación artificial, que no existió antes. La actual situación anti-natural se funda pues en los morbosos síntomas generales que caracterizan el materialismo de nuestros tiempos.

En su ausencia, todo trabajo tienen un doble valor: el puramente material y el ideal. El primero no depende de la importancia del trabajo hecho, materialmente aquilatado, sino de su necesidad intrínseca. La comunidad tiene que reconocer, idealmente hablando, la igualdad de todos, desde el momento en que cada uno, dentro de su radio de acción -sea cual fuere- se esfuerza por cumplir lo mejor que puede.

La recompensa material le será acordada a aquél cuyo trabajo esté en relación con el provecho que redunde a favor de la comunidad; la recompensa ideal, en cambio, debe consistir en la apreciación que puede reclamar para sí todo aquel que consagre al servicio de su pueblo las aptitudes que le dio la naturaleza y que la colectividad se encargó de fomentar.

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Es posible que el oro se haya convertido hoy en el soberano exclusivo de la vida, pero no cabe duda de que un día el hombre volverá a inclinarse ante dioses superiores. Y es posible también que muchas cosas del presente deban su existencia a la sed de dinero y de fortuna; mas, es evidente que muy poco de todo esto representa valores cuya no-existencia podría hacer más pobre a la humanidad.

También en esto, le corresponde un cometido especial al movimiento nacionalsocialista, que, en la actualidad, predice el advenimiento de una época que daría a cada uno lo que necesite para su existencia, cuidando, sin embargo, como cuestión de principio, que el hombre no viva pendiente únicamente del goce de bienes materiales. Esto encontrará un día su expresión en forma de una gradación sabiamente limitada de los salarios, de tal suerte que hasta el último de los que trabajen honradamente pueda contar en todo caso, como ciudadano y como hombre, con una existencia honesta y ordenada.

Y qué no se diga que éste sería un estado de cosas ideal, impracticable en el mundo en que vivimos, e imposible de ser jamás logrado.

Tampoco nosotros somos tan ingenuos como para creer que se podría llegar a crear una época exenta de anomalías. Pero esta consideración no salva el imperativo que se tiene de combatir errores reconocidos como tales, corregir defectos y aspirar a la consecución de lo ideal. La dura realidad se encargará por sí sola de imponernos múltiples limitaciones. Y justamente por eso, el hombre debe empeñarse en servir al fin supremo sin dejarse arredrar en su propósito, por la misma razón que no se puede renunciar a los tribunales de justicia, porque estos incurren en errores, ni menos detestar los medicamentos porque, pese a ellos, siguen existiendo enfermedades.

Cuidese mucho de saber apreciar debidamente la fuerza de un ideal.

 

CAPÍTULO TERCERO

Súbditos y ciudadanos

En general, la institución que hoy erróneamente se llama "Estado" distingue sólo dos clases de individuos: los ciudadanos y los extranjeros. Ciudadanos son aquellos que, en virtud de su nacimiento o por efecto de su naturalización, poseen los derechos de la ciudadanía. Extranjeros son todos los que gozan de esos derechos en otro Estado.

El derecho de ciudadanía se adquiere en primer lugar, como ya se ha dicho anteriormente, por haber nacido el individuo dentro de la circunscripción territorial de un Estado. Los aspectos de raza y de nacionalidad de origen, no juegan aquí rol alguno. Un negro, por ejemplo, procedente de un protectorado colonial alemán, con residencia fija, en Alemania, engendra, según ese criterio, en su hijo, un "ciudadano alemán", y del mismo modo todo niño judío, polaco, africano o asiático, nacido en Alemania, puede ser declarado, sin mayor trámite, ciudadano de este país.

Aparte de la ciudadanización por nacimiento, ese mismo derecho es susceptible de adquirirse más tarde. Todo el proceso de tal sistema de ciudadanización, no es muy diferente del trámite prescrito para el ingreso de un nuevo miembro en un club de automóviles. Un rasgo de pluma basta para hacer de cualquier mongol "un alemán" auténtico.

No es que solamente se omita considerar el origen racial de semejante nuevo ciudadano, sino que hasta se prescinde de tomar en cuenta su estado de sanidad corporal. Nada importa que el sujeto esté más o menos carcomido por la sífilis; para el "Estado" actual, él es un bienvenido como conciudadano, siempre que no sea una carga económica o un peligro político.

Bien sé que todo esto se oye con desagrado; mas, difícilmente podrá imaginarse la existencia de algo que sea más ilógico y más absurdo que nuestro actual derecho de ciudadanía. Existe una nación extranjera en la cual se deja ya sentir, por lo menos tímidamente, la iniciación de un mejor criterio: es en los Estados Unidos de Norte América, donde se nota el empeño de buscar en este orden el consejo de la razón. Al prohibir terminantemente la entrada en su territorio de inmigrantes afectados de enfermedades infecto-contagiosas y excluir de la naturalización, sin reparo alguno, a los elementos de determinadas razas, los EE.UU. reconocen en parte el principio que fundamenta la concepción racial del Estado nacionalsocialista.

El Estado nacionalsocialista clasifica a sus habitantes en tres grupos: Los ciudadanos, los súbditos y los extranjeros.

En principio, el hecho de nacer en territorio alemán no supone más que la calidad de súbdito, calidad que como tal no capacita para investir cargos públicos, ni menos para actuar en política, sea activa o pasivamente, participando en elecciones. Es fundamental establecer la raza y la nacionalidad de cada súbdito.

El súbdito joven de nacionalidad alemana, tiene que absorver el ciclo de instrucción escolar, que es obligatorio para los alemanes. De este modo se somete a la educación que conforma el carácter de todo connacional alemán, conciente de su raza y de su patria. Después deberá cumplir con los requisitos de entrenamiento físico que prescribe el Estado, para ingresar finalmente en el servicio del ejército. La preparación que se da en este período es de un carácter general.

Concluido el período del servicio militar, le será entregada solemnemente al adulto la carta de ciudadanía, que vendrá a constituir para él, el título más valioso de su vida terrenal. Con esto ingresa en el goce de todos los derechos ciudadanos y de los privilegios inherentes, pues el Estado debe hacer una cortante diferenciación entre los que, como patriotas, son los sostenes y defensores de su existencia y de su grandeza, y aquellos elementos que se establecen en el territorio de un Estado con fines únicamente "utilitaristas".

Tendrá que conceptuarse más dignificante ser ciudadano de este Reich, aún como simple barrendero, que el hacerse rey en un Estado extranjero.

No obstante, el rango de dignidad impone sagrados deberes. A los hombres deshonestos o faltos de carácter, a los criminales y traidores a la patria, etc., podrá privárseles del honor de la ciudadanía y hacer que vuelvan a la categoría de simples súbditos.

La joven alemana tiene la condición de súbdito y adquiere el derecho de ciudadanía por virtud del matrimonio. El Estado puede también conceder este derecho a las mujeres alemanas que vivan del ejercicio autorizado de una profesión u oficio.

 

 

CAPÍTULO CUARTO

La personalidad y la concepción nacionalista del Estado

Una ideología que, rechazando el principio democrático de la masa, se empeñe en consagrar este mundo a favor de los mejores pueblos, es decir a favor del hombre superior, está lógicamente obligada a reconocer también el precepto aristocrático de la selección dentro de cada nación, garantizando así el gobierno y la máxima influencia de los más capacitados en sus respectivos pueblos. Esta concepción se funda en la idea de la personalidad y no en la mayoría.

Ha entendido muy superficialmente y nada sabe de lo que nosotros llamamos una ideología (Weltanschauung) aquel que cree que un Estado nacionalsocialista se distingue de otros Estados en el aspecto puramente mecánico, por efecto de una mejor estructuración de su vida económica, es decir, por virtud de una compensación más equitativa entre riqueza y pobreza o por el rol más influyente de la gran masa social en el proceso económico de la Nación o, por último, mediante salarios justos a base de anular un sistema de diferencias demasiado grandes en este orden.

Todo esto no ofrece la menor seguridad de subsistencia ni menos aun de grandiosidad. Un pueblo que se aferrase a tales reformas, verdaderamente externas, no habrá logrado nada que le garantice una posición de vanguardia en el concierto de las naciones. Un movimiento de opinión que ve su cometido únicamente en un proceso de compensación general, aunque seguramente justificado, no alcanzará a efectuar en realidad una reforma magna del estado de cosas existente, y ello es debido a la sencilla razón de que toda su labor queda a la postre limitada a aspectos superficiales, sin poder darle al pueblo aquella contextura moral que le permita, con una seguridad que casi pudiéramos llamar matemática, desarraigar definitivamente aquellos defectos bajo los cuales sufrimos hoy.

Para una mejor comprensión, será conveniente, tal vez, lanzar una mirada retrospectiva sobre los orígenes verdaderos y las causas determinantes del desarrollo de la cultura humana.

El primer paso que exteriormente alejó de modo visible al hombre, del mundo animal, fue el ingenio. Seguramente, las primeras medidas inteligentes que aplicó el hombre en su lucha contra los animales, se derivaron, en su origen de la acción individual de sujetos particularmente capacitados. También en aquellos tiempos constituyó indudablemente la personalidad, el punto de partida de decisiones y de hechos que después fueron adoptados por la Humanidad entera como las realidades más naturales; justamente lo mismo que ocurrió con determinado principio militar convertido hoy -digámoslo- en el fundamente de toda estrategia, y que originariamente debió su concepción a la idea de un solo cerebro, adquiriendo valor universal a través de los años y quizá hasta de los milenios, como algo perfectamente inherente al hombre.

Una segunda iniciativa vino a complementar la primera; el hombre había aprendido a poner al servicio de su lucha por la existencia, otros elementos y hasta seres vivos; y he aquí como nació la verdadera actividad creadora del hombre, cuyos frutos constituyen la realidad que ahora experimentamos por doquier. Los inventos materiales, comenzando por el uso de la piedra tallada como arma, que condujeron a la domesticación de animales, y le dieron al hombre fuego artificialmente producido y así sucesivamente, hasta llegar a los múltiples y asombrosos descubrimientos de nuestros días, permiten reconocer en el individuo al representante de todo ese trabajo creador y esto con tanta más claridad, cuanto menos distantes se hallen de nuestro tiempo o cuanto más importantes y transcendentales sean. En el fondo, todos estos inventos contribuyen a situar al hombre cada vez más sobre el nivel del mundo animal, hasta alejarlo radicalmente de éste. La finalidad que llenan con ello no es otra, en su más hondo sentido, que la de servir a la constante evolución de la especie humana. Del mismo modo, el trabajo de elucubración puramente teórico, que escapa a toda medida, pero que sin embargo es condición inherente a la totalidad de los descubrimientos materiales, aparece también como producto exclusivo de la personalidad. No es la masa quien inventa, ni es la mayoría la que organiza o piensa; siempre es el individuo, es la personalidad, la que por doquier se revela.

Una comunidad humana, reune las características de hallarse bien organizada, si sabe fomentar del mejor modo posible las fuerzas creadoras del hombre y utilizarlas provechosamente en servicio de la comunidad. Deberá encarnar la aspiración de colocar cabezas por encima de la masa y hacer que, consiguientemente, ésta se subordine a aquéllas.

Según esto, la comunidad organizada no solamente no está facultada para impedir que las cabezas surjan del seno de la masa, sino que, por en contrario, debe entrar en la modalidad de su carácter, el impulsar y facilitar esa revelación. La selección de aquellas cabezas se opera ante todo en virtud de la misma dura lucha por la vida.

La administración del Estado, así como el poder que representa la organización militar de la nación, están igualmente regidas por la idea del rol que juega la figura de la personalidad.

Dentro del estado de cosas actual, subsiste todavía en el espíritu de las instituciones mencionadas, la idea de la personalidad con el atributo de autoridad para con los subordinados y la obligación de responsabilidad para con los superiores. La vida política, en cambio, se ha alejado completamente de la observación de este principio fundamental. Y así como, mientras toda la cultura humana no constituye más que el resultado de la actividad creadora de la personalidad, el valor del principio mayoritario hace su aparición de efecto decisivo en el seno de la comunidad y ante todo en el gobierno, empezando de este modo a envenenar paulatinamente, desde las altas esferas, el conjunto de la vida nacional, vale decir, destruyéndola en realidad. También la influencia disociadora del judío en el organismo de pueblos extraños al suyo, es imputable, en el fondo, sólo a su eterno empeño de socavar, en las naciones que le dieron acogida, el significado de la personalidad y exaltar en su lugar la importancia de la masa. Así el principio de organización constructiva, peculiar a la raza aria, es reemplazado por el principio destructor que vive en el judío, convertido de este modo en el "fermento de descomposición" de pueblos y de razas y, en un sentido más amplio, en el factor de disolución de la cultura humana.

El marxismo representa el espécimen de la aspiración judía con su tendencia de anular la significación preponderante de la personalidad, para sustituirla por el número de la masa. Políticamente corresponde a esa orientación y se nos manifiesta comenzando desde las más íntimas células de la administración comunal, hasta las más elevadas esferas gubernamentales del Reich; económicamente, encarna el sistema de un movimiento sindicalista que no sirva a los verdaderos intereses del trabajador, sino exclusivamente a los propósitos disociadores del judaísmo internacional.

La ideología nacionalsocialista, tiene que diferenciarse fundamentalmente de la del marxismo en el hecho de reconocer no sólo el valor de la raza, sino también la significación de la personalidad, constituyendo ambas las columnas básicas de toda la estructura de su construcción.

El Estado nacionalsocialista tiene que velar por el bienestar de sus ciudadanos reconociendo, en todos los aspectos, la significación que encarna la personalidad y fomentando así en cada dominio de la actividad humana aquel grado máximo de capacidad productiva que, a su vez, le permite al individuo un máximo grado de beneficio.

La mejor constitución política de un Estado y su forma de gobierno, es aquella que con la seguridad más natural lleva a situaciones de importancia preponderante en influencia directora, a los más calificados elementos de la comunidad nacional.

Desaparecen las decisiones por mayoría y sólo existe la personalidad responsable. Bien es cierto que junto a cada hombre dirigente hay consejeros que asesoran, pero la decisión definitiva corresponde adoptarla a uno solo.

Por principio, no admite el Estado nacionalsocialista que en ramos especiales, por ejemplo en cuestiones de índole económica, se solicite el consejo o el dictamen de gentes que, debido a su preparación profesional y género de actividad, no tienen idea del asunto del cual se trata. Es por esta razón que, desde luego, subdivide sus corporaciones representativas en cámaras políticas y cámaras profesionales. Para garantizar una labor fecunda de cooperación entre esas cámaras, existe -como instancia de selección- un senado permanente, al cual están todas ellas subordinadas.

En cámara ni senado alguno, tendrá lugar jamás una votación, porque son organizaciones de trabajo y no máquinas de sufragio. Cada miembro tiene voto consultivo, pero no voto de decisión, el cual es sólo atributo nato del respectivo presidente responsable.

Este principio de conexión irrestringida entre la noción de la absoluta responsabilidad, por una parte, y la noción de autoridad absoluta, por la otra, dará lugar a la formación paulatina de una selección del elemento Führer, algo que hoy, en la época del parlamentarismo irresponsable, es sencillamente inconcebible.

En lo que respecta a la posibilidad de llevar a la práctica estas concepciones, pido no olvidar que el principio parlamentario de decisión por mayoría, no dominó en la humanidad en todos los tiempos; por el contrario, hizo su aparición sólo en períodos muy cortos de la Historia que significaron siempre épocas de decadencia para pueblos y Estados.

Pero no se debiera creer que por virtud de medidas de gobierno puramente teóricas, fuese factible provocar una tal transformación que, lógicamente, no podría limitarse a la sola Constitución del Estado, sino que tendría que penetrar también en toda la legislación, es decir, abarcar la totalidad de la vida civil. Una revolución de características semejantes sólo se produce y podrá producirse por obra de un movimiento cimentado en el espíritu de esas ideas renovadoras, que encarne ya en sí el alma del futuro Estado.

De ahí que el movimiento nacionalsocialista debe identificarse ya en la actualidad, con tales ideas y llevarlas a la práctica dentro de su propia organización a fin de que, en el momento dado, se encuentre en condiciones, no únicamente de señalarle al gobierno esas mismas directrices, sino también de poner a disposición de éste, el cuerpo ya conformado de su tipo ideal de Estado.

 

CAPÍTULO QUINTO

Ideología y organización

El estado nacionalsocialista, cuyo cuadro he tratado de delinear a grandes rasgos, no podrá, en el fondo, considerarse como tal por el solo hecho de reconocer todo lo que es indispensable a su existencia. El saber qué apariencia ha de tener el Estado nacionalsocialista no es lo esencial; es más importante el problema de su formación. De ningún modo se puede esperar que los partidos militantes de hoy, que son en primer término los beneficiarios del Estado actual, se resuelvan por impulso propio a un cambio radical de cosas y decidan modificar espontáneamente su criterio político. Eso aparece todavía manos factible, si se tiene en cuenta que los elementos realmente dirigentes de esos partidos son judíos y nada más que judíos.

Intentando llevar a la práctica la visión ideal de un Estado nacionalsocialista, se impone buscar, independientemente de los poderes de la vida pública actual, una fuerza nueva que quiera y que esté capacitada a afrontar la lucha, por este ideal. Y lucha es en efecto y así la consideramos aquí, pues, la primera tarea no consiste en crear una concepción nacionalsocialista del Estado, sino, ante todo, en eliminar la concepción judaica existente. En este caso, como en muchos otros de la Historia, el obstáculo capital no estriba en la conformación del nuevo estado de cosas, sino en la dificultad de abrir paso a este estado. Prejuicios e intereses creados, formando una cerrada falange, se oponen por todos los medios al triunfo de una idea que consideran incómoda o que les parece amenazante.

Por ingrata que le fuese al individuo una doctrina naciente, de grande y trascendental significación ideológica, tendrá que aplicar sin reparo la sonda de la crítica más severa, como su arma primordial de lucha.

Da una prueba de escasa penetración en el desarrollo de los procesos históricos, el manifiesto interés que tienen los pseudo-nacionalistas al afirmar que en ningún caso intentan desplegar actividad de crítica negativa, sino únicamente de trabajo constructivo. También el marxismo persiguió una finalidad y también él sabe de un trabajo constructivo (aunque en su caso se trate sólo de instituir el despotismo de la finanza judía internacional). Pero no por eso anteriormente, durante setenta años, dejó el marxismo de ejercitar su crítica demoledora y disociante, hasta que el antiguo Estado monárquico, debió derrumbarse, corroído por ese ácido que obraba sin cesar. Entonces fue cuando el marxismo comenzó su pretendida obra "constructiva".

Una ideología que irrumpe, tiene que ser intolerante y no podrá reducirse a jugar el rol de un simple "partido junto a otros", sino que exigirá imperiosamente que se la reconozca como exclusiva y única, aparte de la transformación total -de acuerdo con su criterio- del conjunto de la vida pública. No podrá, por tanto, admitir la coexistencia de ningún factor representativo del antiguo régimen imperante.

Esta intolerancia es también propia de las religiones. Tampoco el Cristianismo se redujo sólo a levantar su altar, sino que, obligadamente, tuvo que proceder a la destrucción de los altares paganos. Únicamente, gracias a esa fanática intolerancia, pudo surgir la fe apodíctica, cuya condición previa consiste, precisamente en la intolerancia.

Una concepción ideológica saturada de un infernal espíritu intolerante, podrá ser rota solamente por una idea que, siendo pura en principio y verídica en absoluto, esté impulsada por el mismo espíritu de intolerancia y sostenida por una voluntad no menos fuerte que la que anima a aquélla.

Los partidos políticos se prestan a compromisos; las concepciones ideológicas jamás. Los partidos políticos cuentan con competidores; las concepciones ideológicas suponen y proclaman su infalibilidad.

Una concepción ideológica llevará sus principios al triunfo, sólo cuando en las filas de sus adeptos reúna a los elementos de más entereza y de mayor fuerza de acción de su época y de su pueblo, haciendo de ellos la falange de una organización apta para la lucha. Pero para esto es necesario que esta concepción ideológica -tomando en cuenta a estos elementos, puntualice en su mundo general de ideas, ciertos postulados que, por su precisión y presentados en una forma apropiada, puedan servir de credo a la nueva comunidad humana. Mientras que el programa de un partido netamente político no es más que una receta para el buen resultado de las próximas elecciones, el programa de una concepción ideológica representa la fórmula de una declaración de guerra contra el orden establecido, contra el estado de cosas existente, en fin, contra el criterio dominante de la época.

No se requiere que individualmente cada uno de los que luchan por esta ideología esté al corriente y conozca exactamente el pensar íntimo y las reflexiones políticas de los dirigentes del movimiento. Así como en la práctica tendría poca eficacia un ejército donde cada soldado fuese un general, no precisamente por su rango, sino por poseer la misma instrucción y la misma penetración que el jefe, así también no triunfará un movimiento político, representante de toda una ideología, si es que no aspira a ser otra cosa que un mero receptáculo de "geniales". No. Este movimiento necesita también indispensablemente del concurso del soldado raso, sin el cual no es posible mantener la cohesión de la disciplina interior.

Es peculiar al carácter de una organización, que ésta sólo pueda subsistir, cuando una jefatura inteligente tenga a su disposición un vasto sector de la masa, de orientación más sentimental que racional. Sería más difícil, a la larga, disciplinar una compañía de 200 hombres, todos igualmente capacitados e inteligentes, que otra que cuente con 190 elementos de mentalidad inferior a la de los 10 restantes, mejor instruidos.

La socialdemocracia supo sacar de esa conclusión un máximo provecho. También su organización abarca un ejército de oficiales y soldados. El artesano alemán, licenciado del servicio militar, pasó a ser su soldado y el intelectual judío a ser el oficial.

Eso que nuestra burguesía solía observar con asombro, es decir, el hecho de que sólo las llamadas multitudes ignaras eran partidarias del marxismo, fue en realidad la condición básica que le aseguró a éste el triunfo. En efecto, mientras los partidos burgueses con su intelectualismo estratificado, representaban un conjunto indisciplinado y nulo, el marxismo formó de su material humano poco inteligente, un ejército de soldados políticos, que seguían al dirigente judío con la misma ciega obediencia que otrora a su oficial alemán en el ejército del Reich.

Jamás se quiso comprender que la potencialidad de un partido político no reside en la inteligencia ni en la independencia espiritual de cada uno de sus miembros, sino más bien en la obediencia disciplinada con que ellos se subordinan a sus dirigentes. Lo decisivo es la capacidad personificada en la jefatura misma. Quiere esto decir, por consiguiente, que para llevar a la victoria una ideología, se impone previamente la transformación de ésta en un movimiento de lucha, cuyo programa deberá lógicamente tener muy en cuenta el material humano de que dispone.

Si la idea nacionalsocialista, saliendo de su propósito poco definido de hoy, quiere alcanzar un día un éxito brillante, tiene que remarcar determinadas tesis tomadas de su amplio conjunto ideológico. Por eso el programa de nuestro movimiento está condensado en veinticinco puntos fundamentales, que, en primer término, tienen el objeto de proporcionar al hombre del pueblo un cuadro general de las aspiraciones que encarna nuestra lucha. Esos veinticinco puntos constituyen, por decirlo así, un catecismo político que, por una parte, tiene a ganar adeptos a favor de la causa, y por la otra, se presta a reunir a éstos y cohesionarlos, identificarlos bajo la noción de un deber común.

En el caso de una teoría política que evidentemente es justa en sus líneas generales, resulta menos peligroso conservar una fórmula, aunque ya no responda enteramente a la realidad, que modificarla y dejar de este modo librado a la discusión pública y a sus temerarias consecuencias, el dogma del movimiento, considerado hasta entonces como granítico. Esto es imposible mientras el movimiento luche para imponerse. Lo esencial no debe buscarse jamás en la fórmula exterior, sino siempre en el sentido interior, es decir, en el fondo, que es inmutable. En propio interés del movimiento no se puede sino desear que éste mantenga la energía necesaria para salvaguardar aquel sentido interior, apartando todos los factores que podrían ocasionar inseguridad en la convicción de los adeptos e incluso deserciones.

También en esto la iglesia católica debe servirnos de ejemplo, ya que a pesar de que su cuerpo doctrinal está en colisión en muchos puntos -y en parte inmotivadamente, con el estudio de las ciencias exactas y la investigación, jamás se resigna a sacrificar ni un ápice del contenido de su doctrina. Con razón supo conocer que su fuerza de resistencia no consiste en adaptarse con más o menos habilidad a los resultados siempre variables de la investigación científica en el transcurso del tiempo, sino en el hecho de un aferramiento inquebrantable a sus dogmas ya expuestos, que son los que le dan al conjunto el carácter de una fe. He ahí por qué la Iglesia católica se mantiene hoy más firme que nunca.

El Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista recibió, con su programa de las veinticinco tesis, un fundamento que debe serle inconmovible. Ni ahora ni en el futuro, no es ni será tarea de los miembros de nuestro movimiento ocuparse de criticar o de alterar los puntos de ese programa; les incumbe más bien la obligación de mantener su lealtad hacia ellos. La mayoría de nuestros correligionarios sabe que la esencia del movimiento reside menos en la letra muerta de nuestros principios, que en la interpretación, que nosotros, los nacionalsocialistas, le damos.

Nuestro movimiento debió, en sus comienzos el nombre que hoy lleva, al reconocimiento de estas verdades, también de ellas surgió más tarde el programa del partido y es además en este reconocimiento unánime, donde igualmente radica el secreto de su difusión.

Ya es una consecuencia de la acción del movimiento nacionalsocialista el hecho de que, en la actualidad, todo género de asociaciones, sociedades y simples grupos, y si se quiere hasta "grandes" partidos reclamen para si el derecho de adjudicarse la palabra "völkisch" (racista). Sin nuestra influencia, jamás se le habría ocurrido a ninguna de tales organizaciones ni siquiera pronunciar esa palabra; probablemente no habrían tenido ni la más remota idea de su significación y en particular sus hombres dirigentes habrían carecido de toda relación con el sentido profundo que este concepto entraña. Solo gracias a la labor del Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista se le dio una significación substancial al vocablo "völkisch", que se difundió después en labios de gentes de toda catadura. Sobre todo nuestra brillante acción de propaganda ha demostrado la fuerza que encierra el pensamiento racista, hasta tal punto que los demás partidos, imbuidos por su ansía de ganar adeptos, afirman que también ellos persiguen fines semejantes.

No menos peligrosos son los que trafican como pseudoracistas forjando planes fantásticos y que no tienen otro fundamento que alguna monomanía. En el mejor de los casos, estas gentes no pasan de ser estériles teorizantes que, a menudo, creen poder disfrazar su vacuidad espiritual con la presencia de una luenga barba y la aparatosidad de un germanismo extravagante.

En contraste con todos estos infructuosos ensayos, vale la pena de rememorar aquella época en que el joven movimiento nacionalsocialista comenzó su lucha.

 

 

CAPÍTULO SEXTO

Nuestra lucha en los primeros tiempos.
La importancia de la oratoria

Perduraba aun la resonancia de nuestra primera asamblea realizada el 24 de febrero de 1920 en la sala de fiestas de la Hofbräuhaus, de Munich, cuando comenzaron los preparativos para una próxima reunión. Contrariamente al criterio hasta entonces sustentado sobre el riesgo que entrañaba efectuar pequeñas asambleas políticas una vez al mes y quizás cada quince días, resolvimos que en adelante debía llevarse a cabo semanalmente un gran mitin.

En aquella época la sala de fiestas de la Hofbräuhaus llegó a tener para nosotros, nacionalsocialistas, una significación casi sacramental. Cada semana un mitin y cada vez más concurrida la sala y cada vez, también, más ferviente el auditorio. En nuestras conferencias discutíamos sobre la "culpabilidad de la guerra", tema del cual nadie se ocupaba en aquellos tiempos; nos interesábamos igualmente por los tratados de paz y, en fin, por todo aquello que, ideológicamente o desde el punto de vista de la agitación política, parecía conveniente o necesario.

Un mitin popular de grandes proporciones formado por excitados elementos proletarios y no por flemáticos burgueses y donde se tenía por tema el "Tratado de Versalles", era considerado entonces como un ataque contra la república y como el síntoma de una tendencia reaccionaria si no monárquica. Ya a las primeras palabras que implicaban una crítica para el "Tratado de Versalles" se podía oír en el auditorio la exclamación violenta de la frase estereotipada: ¿Y qué es el Tratado de Brest-Litowsk? "¡Brest-Litowsk!" continuaba gritando la muchedumbre hasta quedar ronca o bien hasta que el orador renunciaba a su propósito de persuadir. Ante un pueblo semejante, uno habría podido darse con la cabeza contra la pared de desesperación. Era un pueblo sordo, reacio a querer comprender que Versalles constituía una deshonra y un oprobio, y que hasta se resistía a reconocer que ese tratado significaba una inicua expoliación contra la nación alemana. El trabajo destructor del marxismo y el veneno de la propaganda enemiga habían anulado la razón de aquellas gentes. En realidad no había derecho para quejarse puesto que la culpa pesaba gravemente sobre nuestra burguesía. ¿Qué había hecho ella para atajar tan terrible obra disociadora y combatirla imponiéndose el deber de abrir paso a la verdad, mediante una labor de difusión popular bien encaminada y minuciosa?

En aquella época era para mí claro el hecho de que para el insignificante núcleo de nuestro movimiento, en sus comienzos, debía dilucidarse la cuestión de la culpabilidad de la guerra, estableciendo la verdad histórica. Ya en aquellos días, sin temer a la impopularidad, al odio ni a la lucha, asumí una actitud abiertamente contraria al criterio dominante con respecto a las grandes cuestiones de un principio, en las cuales toda la opinión pública sostenía un punto de vista erróneo.

Existe naturalmente, sobre todo para un movimiento todavía incipiente, la gran tentación de adherirse y vociferar con los demás cuando un adversario mucho más poderoso ha logrado, gracias a su arte de seducción, inducir al pueblo a una resolución absurda o a adoptar una actitud falsa. Y esto precisamente cuando unas pocas razones, aunque sólo de mera apariencia, juzgadas desde el punto de vista del propio movimiento, podían colaborar en aquel mismo sentido.

Más de una vez, experimenté casos en os cuales fue necesario el máximum de energía para impedir que la nave de nuestro movimiento se lanzase o mejor dicho, resultase arrastrada por la corriente general artificialmente provocada. Nosotros no hemos "impetrado", por cierto, la gracia de las masas, sino que por doquier hemos afrontado los desvaríos de este pueblo.

En corto tiempo había aprendido algo muy importante, esto es, a arrebatarle al enemigo de la mano el arma de su réplica. Pronto se hizo notorio que nuestros adversarios, particularmente sus oradores controversistas, aparecían en escena con un "repertorio" determinado y en el cual se repetían siempre los mismos argumentos contra nuestros asertos, de tal modo que la sistematicidad del procedimiento permitía deducir que se trataba de un definido y unitario entrenamiento. Y así era en efecto. Aquí nos fue dado conocer la extraordinaria disciplina de la propaganda puesta en acción por nuestros adversarios, y aun hoy me siento orgulloso de haber encontrado el medio de neutralizar la eficacia de esta propaganda y de anular también a sus mismos autores. Dos años más tarde me había hecho maestro en este arte.

En cada uno de los discursos, era esencial orientarse previamente acerca del probable contenido y la forma de las objeciones que podrían ser formuladas en el curso de la discusión. Convenía desde un comienzo mencionar las posibles impugnaciones del adversario y demostrar su inconsistencia.

Esa fue la razón por la que hoy, después de mi primera conferencia sobre el "tratado de paz de Versalles", que dicté para la tropa de mi regimiento en mi calidad de "educador", optara por cambiar el tema hablando en lo sucesivo simultáneamente acerca de los "tratados de paz de Brest-Litowsk y de Versalles"; pues, a poco tiempo y, a decir verdad, ya en el curso de la primera de mis nuevas conferencias, pude constatar que la gente no tenía en realidad ni la menor idea de lo que era el tratado de Brest-Litowsk, pero que sin embargo, gracias a la hábil propaganda de sus partidos políticos, había sido posible presentar a éste y no al de Versalles, como uno de los actos de violencia más vergonzosos del mundo. La persistencia con que semejante mentira era difundida entre la gran masa del pueblo, hizo que millones de alemanes creyesen ver en el tratado de Versalles una justa compensación para el crimen cometido por nosotros en Brest-Litowsk, considerando, en consecuencia, injusta toda oposición al tratado de Versalles. Y ésta fue también una de las causas que contribuyó a que en Alemania se arraigara aquella tan desvergonzada como monstruosa palabra: "reparación". Simulación canallesca que aparecía realmente ante los ojos de millones de nuestros azuzados compatriotas como la patentización de una justicia superior. ¡Horrible, pero fue así!

En mis conferencias confrontaba ambos tratados, los comparaba, punto por punto, demostrando cuán inmensamente humano era en verdad el tratado de Brest-Litowsk frente a la inhumana crueldad del de Versalles. El resultado debió ser sorprendente. Traté el tema en asambleas de dos mil personas, donde a menudo se concentraba sobre mí la mirada hostil de mil ochocientos. Pero tres horas más tarde me vía rodeado de una muchedumbre poseída de indignación sagrada y de furia inaudita. Una vez más se desarraigaba de los corazones y de los cerebros de miles una gran mentira para en su lugar quedar inculcada una verdad.

Estas asambleas tuvieron para mí, además, la ventaja de haber ido yo adaptándome poco a poco al carácter de un orador de grandes mítines; se me había hecho corriente, el tono patético y la mímica que se requiere para hablar en una gran sala ante un auditorio integrado por miles de seres.

Al servicio de nuestra labor de difusión pusimos también la propaganda impresa y por eso las primeras asambleas se caracterizaron por la circunstancia de que las mesas se hallaban cubiertas de volantes, periódicos, revistas, folletos, etc., etc. Sin embargo a la palabra hablada le atribuíamos importancia capital, porque en realidad sólo ella es capaz de incoar grandes evoluciones, y esto debido a simples razones de orden psicológico.

El orador tiene en el auditorio al cual se dirige un punto permanente de referencia, siempre que sepa leer en la expresión de sus oyentes hasta qué punto estos son capaces de seguirle y comprender sus ideas y que sepa ver también si la impresión y el efecto producido por sus palabras, conducen al propósito deseado. El escritor, en cambio, nada sabe de sus lectores. En consecuencia, no podrá concentrarse a un determinado público situado al alcance de sus ojos, sino que deberá dar a sus exposiciones un carácter general.

Un impreso de tendencia determinada será leído en la mayoría de los casos únicamente por gentes que ya se cuentan entre los adeptos de esa corriente. Un volante o un anuncio puede quizás, debido a su concisión, contar con la posibilidad de atraer pasajeramente la atención de una persona que piensa de modo diferente. Mejores perspectivas de éxito tiene en este orden la propaganda gráfica en todas sus formas incluso el film. Un gráfico proporciona en tiempo mucho más corto, quisiera decir casi de golpe, una explicación que por escrito se obtendría sólo después de penosa lectura.

El orador se dejará influenciar siempre por la masa, de modo que, instintivamente, fluyen de sus labios justamente aquellas palabras que él necesita para tocar el alma de sus oyentes. Si ve que no le comprenden, formulará sus conceptos en formas tan primitivas y claras que indudablemente el último de todos ha de entenderle; si se percata de que no son capaces de seguirle, entonces desarrollará sus ideas tan cuidadosa y lentamente que el más supino de entre ellos no quedará en zaga; y si, finalmente, nota que sus oyentes no parecen hallarse convencidos de la veracidad de lo expuesto, optará por repetir lo mismo cuantas veces sea necesario, siempre en forma de nuevos ejemplos, refutando el mismo las objeciones que, sin serle manifestadas, capta él en el seno del auditorio, replicándolas y desmenuzándolas hasta que en definitiva, el último sector de oposición revele, a través de su actitud y de la expresión de los que lo forman, que ha capitulado ante la lógica argumentación del orador.

Además no es raro que se trate de destruir en las gentes prejuicios que no tienen arraigo en su intelecto, sino que inconscientemente están basados únicamente en el instinto. Vencer esa barrera de animadversión instintiva, de odio apasionado y de repulsión preconcebida, es mil veces más difícil que rectificar una opinión científica deficiente o errónea. Las concepciones falsas y la deficiente instrucción, son susceptibles de corregirse mediante la enseñanza; en cambio jamás se rectificarán por el mismo medio, las resistencias del sentimiento. Sólo una llamada a esas fuerzas misteriosas, es capaz de obrar sobre estas resistencias. Muy difícilmente puede lograrlo el escritor, pues quizás sea este poder, privilegio exclusivo del orador.

Lo que al marxismo le dio el asombroso poder sobre las muchedumbres, no fue de ningún modo la obra escrita, de carácter judío, sino más bien la enorme avalancha de propaganda oratoria que, en el transcurso de los años, se apoderó de las masas. Entre cien mil obreros alemanes no hay, por término medio, cien que conozcan la obra de Marx, obra que desde un principio fue estudiada mil veces más por los intelectuales y ante todo por los judíos que por los verdaderos adeptos del marxismo situados en las vastas esferas inferiores del pueblo; ya que tampoco esta obra fue escrita para la masa, sino exclusivamente para los dirigentes intelectuales de la máquina judía de conquista mundial, máquina que se cebó luego con un combustible muy diferente: la prensa. Esto es lo que distingue a la prensa marxista de nuestra prensa burguesa. La prensa marxista está escrita por agitadores, en tanto que la burguesía, aun queriendo hacer también agitación se sirve sólo de "plumíferos".

Corresponde plenamente a la falta de sentido práctico de la mentalidad alemana, la creencia de que lógicamente el escritor tiene que ser de inteligencia superior al orador.

Tal criterio resulta graciosamente ilustrado por el comentario de un periódico nacionalista, al decir que a menudo decepciones ver publicado el discurso de un orador notable. Esto me recuerda una crítica análoga que conocí durante la guerra. Se analizaba minuciosamente los discursos de Lloyd George, por entonces ministro de municiones, para llegar a la ingeniosa conclusión de que aquellos discursos, moral y científicamente considerados, eran de valor secundario y por lo demás productos banales y simples. Yo mismo recibí en forma de un pequeño folleto algunos de los discursos de Lloyd George y no pude menos de reír a carcajadas pensando que, naturalmente, un vulgar emborronador de cuartillas no podía tener capacidad para comprender aquellas piezas maestras de captación psicológica de las masas. El tal escritorcillo juzgaba aquellos discursos exclusivamente a través de la impresión que habían producido en su mente presuntuosa, cuando en realidad el gran demagogo inglés concretaba sus discursos únicamente al propósito de ejercer la mayor influencia posible sobre la masa de sus oyentes y, en un sentido más amplio, sobre la totalidad de las clases bajas del pueblo. Considerados desde este punto de vista, los discursos de Lloyd George constituían admirables producciones porque testimoniaban un conocimiento verdaderamente asombroso de la psicología de las multitudes.

Compárense estos discursos con el impotente balbuceo de Bethmann-Hollweg . Lo cierto es que aparentemente los discursos de éste eran de más sentido intelectual, pero en realidad no demostraban otra cosa que la incapacidad de aquel hombre para hablar a su pueblo. Que Lloyd George era en ingenio no sólo equivalente, sino mil veces superior a un Bethmann.Hollweg, lo comprobó el hecho de que Lloyd George encontró para sus discursos aquella forma y aquella expresión que debieron abrirle el corazón de su pueblo y que a la postre redujeron a ese pueblo a su incondicional voluntad. El sobresaliente talento político de este inglés se manifiesta precisamente en la sencillez de su lenguaje, en lo elemental de sus formas de expresión y en el empleo de ejemplos simples y fácilmente comprensibles.

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La asamblea popular es, desde luego, indispensable porque el individuo que, como futuro prosélito de un naciente movimiento, se siente huraño al principio, entregándose fácilmente al temor del aislamiento encuentra allí el cuadro de una comunidad numerosa, lo cual tiene, para la mayoría de las gentes, influencia reconfortante y alentadora.

El mismo individuo formando parte de una compañía o de un batallón, rodeado de todos sus camaradas, se lanzará más desaprensivamente al asalto que cuando se halle solo. Agrupado, sentiríase siempre protegido hasta cierto punto, aunque, prácticamente, mil razones demuestren lo contrario.

El sentimiento de comunidad que inspira la manifestación colectiva no sólo alecciona al individuo, sino que cohesiona y contribuye también a crear el espíritu de cuerpo. La voluntad, el ansia y también la energía de miles, se acumula en cada uno. El hombre que, lleno de dudas y vacilaciones, entra en una tal asamblea, sale de ella íntimamente reconfortado: se convirtió en miembro de la comunidad.

¡Jamás debe olvidar esto el movimiento nacionalsocialista!

 

CAPÍTULO SÉPTIMO

La lucha contra el frente rojo

En los años 1919 y 1920 y también en 1921, concurrí personalmente a los llamados mítines burgueses. Siempre me produjeron igual repulsión que en mi niñez la cucharada prescrita de aceite de bacalao. Se debe tomar y se dice que es muy bueno, pero su gusto es horrible.

He conocido a los profetas de una concepción ideológica burguesa y no me sorprende, sino que más bien comprendo ahora, por qué no dan importancia a la palabra articulada. Por entonces visité reuniones de demócratas, de nacionalistas alemanes, del partido populista alemán y del partido populista bávaro (el partido católico de Baviera). Lo que resalta a primera vista era la homogeneidad del auditorio que se componía casi exclusivamente de los miembros del respectivo partido. El conjunto, falto de toda disciplina, parecía más un club de aburridos jugadores de cartas que un mitin del pueblo que acababa de sufrir una gran revolución. Los oradores mismo hacían por su parte todo lo posible para mantener esa atmósfera pacífica. Discurseaban o, mejor dicho, leían discursos del estilo de un ingenioso artículo de prensa o de una disertación científica, evitando toda expresión de tono fuerte y dejando escapar sólo de vez en cuando algún pobre chiste académico ante el cual los miembros del directorio reían consabidamente, no a carcajadas, sino con mesura y con la reserva del caso.

Cierta vez concurrí a una asamblea en la Sala de Wagner de Munich con motivo de conmemorar la batalla de las naciones en Leipzig. En la tribuna se hallaba reunida la mesa directiva: a la izquierda, uno de monóculo, a la derecha otro de monóculo y en medio de ambos uno sin monóculo. Los tres de levita, dando la impresión que se trataba o de un tribunal de justicia que tenía que dictar una sentencia de muerte o de un bautizo solemne; en todo caso más parecía una ceremonia religiosa que otra cosa. El pretendido discurso, que, impreso, habría producido quizá mejor efecto, lo produjo sencillamente desastroso, pues, apenas transcurridos tres cuartos de hora, toda la concurrencia estaba como dominada por un sueño hipnótico.

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Ciertamente, en comparación con tales reuniones, las asambleas nacionalsocialistas no eran asambleas "pacíficas". En ellas se estrellaban las corrientes de dos concepciones ideológicas diferentes y concluían no con canciones patrióticas mecánicamente entonadas, sino con la explosión fanática del sentimiento de patria y de raza.

Ya desde el principio fue una necesidad establecer rigurosa disciplina en nuestras reuniones y a asegurar autoridad absoluta al dirigente de la asamblea. Pues lo que nosotros exponíamos no era la laxa charlatanería de un "conferencista" burgués, sino algo que, en el fondo y la forma se prestaba siempre a provocar la réplica del adversario. Y adversarios habían en nuestras asambleas. Con que frecuencia venían en grupos compactos presididos por algunos agitadores y reflejando en sus fisonomías la convicción: "Hoy daremos al traste con ustedes". Y cuantas veces pedía todo de un hijo y sólo la singular energía del dirigente de la asamblea y la brutal decisión de nuestros encargados de hacer guardar el orden, podían poner coto a los propósitos de nuestros adversarios.

Y tenían motivo suficiente para sentirse provocados.

Bastaba ya el color rojo de nuestras proclamas para atraerlos al local de nuestras asambleas. La burguesía corriente se mostraba extremadamente indignada al pensar que también nosotros nos hubiésemos apoderado del rojo de los bolchevistas, y creía ver en esto algo de doble sentido.

Habíamos elegido el color rojo para nuestras proclamas, después de minuciosa y honda reflexión, buscando con ello provocar a los de izquierda, hacer que montasen en cólera y así inducirles a que concurrieran a nuestras asambleas, aunque sólo fuese con la intención de molestarnos; mas de este modo nos daban la ocasión de hacerles escuchar nuestra palabra.

Cuán gracioso nos fue, en aquellos años, constatar de cerca, en el cambio continuo de la táctica de nuestros adversarios, la desorientación y la impotencia que les dominaba. Se dirigían llamadas al "proletariado consciente de su clase" invitándola a concurrir en masa a nuestras asambleas para reducir con el puño proletario a los representantes de la "agitación monárquica y reaccionaria".

Nuestras asamblea estaban repletas de obreros ya tres cuartos de hora antes de que comenzasen. Semejaban un barril de pólvora, capaz de explotar en cualquier momento, teniendo ya la mecha encendida. Mas, los hechos se produjeron siempre de otro modo. Aquellas gentes entraban como adversarios y salían, si no convencidos de nuestra causa, por lo menos imbuidos de espíritu reflexivo y hasta crítico, respecto de su propia doctrina.

Cuando al fin de dos, tres y muchas veces de ocho y diez asambleas, quedó establecido que el sabotear nuestras reuniones era más fácil en la teoría que en la práctica y que el resultado de cada una de nuestras asambleas, significaba un nuevo desmembramiento de las fuerzas rojas, se lanzó el lema contrario: "¡Proletarios, socios y socias. No concurráis a las asambleas de los agitadores nacionalsocialistas!"

La misma táctica, eternamente vacilante, podía observarse también en la prensa roja. De pronto, se ensayaba ignorarnos por completo para luego persuadirse de la ineficacia de ese método y volver a echar mano del procedimiento contrario. Se había comenzado por tratarnos como a verdaderos criminales de la humanidad. Artículo tras artículo, puntualizando nuestra pretendida criminalidad, documentándola siempre de nuevo con historias de escándalos y otras cosas, aunque todas inventadas de A a Z, completaban la obra difamatoria.

Entonces adopté el punto de vista que fuera como fuese -y se mofasen o renegasen de nosotros, ya nos presentasen como polichinelas o como criminales- lo importante era que nos mencionaran, que se ocupasen constantemente de nosotros y que, poco a poco, resultáramos ante los ojos del obrero, realmente como el único poder al cual se combatía. Lo que en verdad éramos somos y lo que en verdad queríamos, ya habríamos de mostrárselo un buen día a la jauría israelita de la prensa.

Una de las razones por la que en aquellos tiempos no se llegó a sabotear directamente nuestras asambleas, fue también, por cierto, la increíble cobardía de los dirigentes de nuestros adversarios. En todas las situaciones críticas se concretaban a destacar por delante a unos cuantos mozalbetes mientras ellos esperaban fuera del local el resultado del proyectado sabotaje.

En aquel tiempo, nos vimos forzados a velar nosotros mismos por el mantenimiento del orden en nuestras reuniones, ya que jamás podían contar con la protección de las autoridades; contrariamente, sabíamos por experiencia que esa protección favorecía siempre a los perturbadores pues, el único resultado efectivo de la intervención de la autoridad, esto es, la policía, era la disolución de la asamblea, es decir, su clausura. Y no otro era en verdad el intento y la finalidad que perseguían los saboteadores enemigos. A decir verdad, la policía ha hecho escuela de una práctica que, por su ilegalidad, constituye lo más monstruoso que uno pueda imaginarse. Cuando, por medio de amenazas, las autoridades se dan cuenta de que existe el peligro de que se sabotee una reunión, en lugar de arrestar a los provocadores, se prohíbe a los inocentes la realización de la asamblea; procedimiento del cual el tipo corriente de autoridad policíaca se siente muy orgulloso calificándolo como "medida preventiva para evitar una infracción de la ley".

En relación con todo esto había que considerar aún lo siguiente: Toda asamblea protegida únicamente por la policía, desacredita a sus organizadores ante los ojos de la gran masa.

Nuestro joven partido debía, pues, velar por sí, defenderse así mismo y destruir también por sí sólo al terrorismo del adversario.

Dos condiciones garantizaban la seguridad de nuestras asambleas:

I) Una mano dirigente enérgica y psicológicamente apropiada.

II) La presencia de un grupo organizado para hacer guardar el orden.

Cuando, por entonces, los nacionalsocialistas celebrábamos una asamblea, nosotros mismos y no otros éramos los soberanos. Más de una vez ocurrió que un puñado de nuestros camaradas se impuso heroicamente sobre una masa furiosa y violenta de elementos rojos. Seguramente que a la postre habría podido ser dominado aquel puñado de quince o veinte hombres, pero los otros sabían muy bien que antes, se les hundiría el cráneo al doble o al triple número de ellos. Y a esto no querían arriesgarse.

Como brillaban los ojos de mis muchachos cuando les explicaba la necesidad de su misión y les recalcaba que la mayor sabiduría del mundo será siempre inútil mientras no se halle respaldada por una fuerza que la proteja y defienda, y que la dulce diosa de la paz puede aparecer sólo al lado del dios de la guerra, como que toda obra grande de esa paz, necesita la protección y el apoyo de la fuerza. Alcancé a inspirarles una idea mucho más viva de la que tenían sobre el servicio militar obligatorio. No en el sentido estereotipado del espíritu de viejos y anquilosados funcionarios al servicio de la autoridad muerta de un Estado que había dejado de ser, sino con plena conciencia del deber que le impone al individuo el sacrificio de su vida por la existencia del conjunto de su pueblo, en todo tiempo y en todo caso.

¡Y como actuaron esos muchachos después!

Como enjambre de avispas caían sobre los perturbadores de nuestras asambleas, fuese cual fuere la proporción numérica de éstos, sin temor a ser heridos, dispuestos a todo sacrificio y plenos siempre de la gran idea de abrirle paso a la sagrada misión de nuestro movimiento.

Ya en el verano de 1920 nuestra organización destinada al mantenimiento del orden fue adquiriendo poco a poco formas precisas y en la primavera de 1921 se formaron compañías de a cien hombres, subdivididas a su vez en grupos. Y esto resultó indispensable por lo mismo que, entre tanto, la actividad asambleísta del partido había ido aumentando constantemente.

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La organización de nuestras tropas de orden, trajo consigo la solución de una cuestión muy importante: Hasta entonces el movimiento no poseía una insignia especial ni menos una bandera del partido. La ausencia de tales símbolos suponía inconvenientes no sólo momentáneo, sino que también era, para el porvenir, cosa inadmisible. Los inconvenientes consistían, ante todo, en el hecho de que nuestros correligionarios carecían en absoluto de un signo exterior que revelase su pertenencia y que, por otra parte, caracterizara el movimiento con una enseña como símbolo opuesto al emblema de la Internacional.

Más de una vez tuve en mi juventud ocasión de darme cuenta y penetras instintivamente la enorme significación psicológica que entraña un tal símbolo. Después de la guerra, vi en Berlín un mitin marxista delante del palacio real. Un mar de banderas rojas, de brazaletes rojos y de flores rojas, daban a esta demostración, aproximadamente de ciento veinte mil personas, un aspecto exterior muy imponente, y yo mismo sentía y comprendía la facilidad con que el hombre del pueblo se deja dominar por la magia seductora de un espectáculo de tan grandiosa apariencia.

La clase burguesa que, políticamente no tiene ni representa en verdad concepción ideológica alguna, carecía por consiguiente de un símbolo propio; constaba de "patriotas" y llevaba por doquier los colores del Reich de la postguerra .

La bandera negro-blanco-rojo del antiguo imperio fue nuevamente adoptada por los llamados partidos nacionalburgueses.

No cabe duda de que el símbolo de una época que fue dominada por el marxismo en condiciones y circunstancias poco gloriosas, mal puede servir de emblema para destruir, en nombre de éste, ese mismo marxismo. Por sagrados y queridos que fuesen los antiguos colores para todo buen alemán que combatió bajo sus pliegues y vió el sacrificio de tantos, esos colores de belleza única y de factura lozana y fresca, no se prestaban para constituir el símbolo de una lucha del porvenir.

Contrariamente a los políticos burgueses, siempre sostuve dentro de nuestro movimiento el punto de vista de que para la nación alemana significaba una verdadera suerte haber perdido la antigua bandera. Desde el fondo de nuestros corazones deberíamos dar gracias al destino de que haya querido preservar a nuestra gloriosa bandera de guerra de todos los tiempos, del oprobio de servir de sábana para la prostitución más vergonzosa.

Nosotros, los nacionalsocialistas, no podemos ver en la antigua bandera del Reich un símbolo expresivo de nuestra propia actividad, pues, no aspiramos a hacer resucitar el Imperio que cayó víctima de sus propios defectos, sino más bien a erigir un nuevo Estado. El movimiento que, en este sentido, lucha ahora contra el marxismo, tenía desde entonces, que llevar en su bandera el símbolo del nuevo Estado.

La cuestión de nuestra bandera, es decir, lo relacionado con su aspecto, nos preocupó por entonces muy intensamente. De todos lados recibíamos sugestiones bien intencionadas, pero carentes de valor práctico. Por mi parte me pronuncié por la conservación de los antiguos colores, no sólo porque, como soldado, son para mí lo más sagrado de la vida, sino también por su efecto estético ya que mejor que cualquier otra combinación armonizan con mi propio modo de sentir. Yo mismo, después de innumerables ensayos, logré precisar una forma definitiva: sobre un fondo rojo, un disco blanco y en el centro de éste, la cruz gamada en negro. Igualmente, después de largas experiencias, pude encontrar una relación apropiada entre la dimensión de la bandera y la del disco y entre la forma y tamaño de la swástica. Y así quedó.

Inmediatamente se mandaron confeccionar brazaletes de a misma combinación para nuestras tropas de orden, esto es, un brazalete rojo sobre el cual aparece el disco blanco y la swástica negra. También la insignia del partido fue creada siguiendo las mismas directrices.

En el verano de 1920 lucimos por primera vez nuestra bandera. Correspondía admirablemente a la índole de nuestro naciente movimiento: jóvenes y nuevos eran ambos.

¡Y es realmente un símbolo! No sólo porque mediante esos colores, ardientemente amados por nosotros y que tantas glorias conquistaron para el pueblo alemán, testimoniamos nuestro respeto al pasado, sino porque eran también la mejor encarnación de los propósitos del movimiento. Como socialistas nacionales, vemos en nuestra bandera nuestro programa. En el rojo, la idea social del movimiento; en el blanco la idea nacionalista y en la svástica la misión de luchar por la victoria del hombre ario y al mismo tiempo, por el triunfo de la idea del trabajo productivo, idea que es y será siempre antisemita.

Dos años más tarde, cuando nuestra tropa de orden se había convertido en una "sección de asalto" (SA Sturm Abteilung) que abarcaba muchos miles de hombres, se hizo necesario darle a esta organización de lucha de la nueva concepción ideológica, un símbolo especial de la victoria: el estandarte.

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Por entonces no existía, fuera de los partidos marxistas, ningún partido, especialmente de carácter nacional, que hubiese podido preciarse de organizar mítines populares tan imponentes como los nuestros. La sala de Münchener-Kindl-Keller en Munich, que puede dar cabida a cinco mil personas, estuvo más de una vez atestada hasta reventar; quedaba un solo local cuya enorme capacidad había hecho que no nos atreviéramos aun a tomarlo como lugar de reunión, en el Circo Krone.

En los últimos días de enero de 1921, volvieron a presentarse graves incidencias para Alemania. La Convención de París, que obligaba al Reich a pagar la absurda suma de cien mil millones de marcos oro, debía ser puesta en vigencia en forma del ultimátum de Londres.

Con este motivo, una cooperativa de las llamadas asociaciones nacionalistas, existente desde hacía largo tiempo en Munich, había querido organizar un mitin general de protesta. Entretanto, pasaron los días insensiblemente; los grandes partidos no habían tomado ni la menor nota del tremendo suceso y la cooperativa misma no pudo resolverse a fijar la fecha de la demostración proyectada.

El martes, 10 de febrero de 1921, exigí urgentemente una definitiva decisión. Se me había pedido que esperara hasta el miércoles y ese día insistí en obtener de todos modos una clara información sobre si la asamblea tendría al fin lugar y cuándo. La respuesta fue nuevamente evasiva e imprecisa. Se decía que se tenía la "intención" de reunir la cooperativa para el miércoles siguiente.

Ante semejante estado de cosas, se me había agotado la paciencia y acabé por organizar yo mismo el mitin de protesta. El miércoles al medio día, dicté a máquina, en diez minutos, el texto de la proclama y al mismo tiempo ordené alquilar para el día siguiente, jueves 3 de febrero, el local del Circo Krone.

Por entonces, esto significaba exponerse a un enorme riesgo; no sólo porque era dudoso llegar a llenar tan enorme local, sino también porque se corría el peligro del sabotaje. Pero una sola cosa era segura: que el fracaso podía significar un retroceso de varios años para el desarrollo del movimiento.

Para pegar las proclamas no disponíamos más que de un solo día, esto es, el jueves mismo. Por desgracia, llovía ya por la mañana y parecía fundado el temor de que en tales circunstancias, mucha gente prefería quedarse en casa a concurrir con lluvia y nieve a una asamblea donde posiblemente habría muertos y heridos.

Dos camiones, que hice alquilar, fueron decorados de rojo y provistos de algunas banderas nuestras; cada uno de los camiones iba ocupado por quince o veinte correligionarios, con la orden de recorrer diligentemente las calles de la ciudad, distribuir volantes, en una palabra, hacer propaganda para el mitin de la noche. Esta fue la primera vez que se vio circular camiones con banderas rojas conduciendo elementos no marxistas.

A las siete de la noche, el local del circo no estaba todavía suficientemente concurrido. Cada diez minutos se me informaba por teléfono y me sentía un tanto inquieto. No obstante, al poco tiempo vinieron informaciones más favorables.

Cuando entré en el amplio local, experimenté la misma sensación de alegría que un año antes al realizarse nuestra primera reunión en la sala de fiestas de la Hofbräuhaus en Munich. Tuve que abrirme paso entre el apiñado público y cuando llegué a la tribuna pude darme cuenta de la magnitud del éxito. Más de 5.600 entradas habían sido vendidas y si a esto se añadía el número de los sin trabajo, estudiantes pobres y los elementos de nuestra guardia encargada de mantener el orden, posiblemente la concurrencia pasaba de 6.500 personas.

"El porvenir o la ruina". Tal era el tema de mi conferencia. Hablé aproximadamente por espacio de dos horas y media, y ya, después de los primeros treinta minutos, supe que el mitin alcanzaría un éxito grandioso, porque sentía el contacto con aquellos miles de individuos. A partir de la primera hora, los aplausos con exclamaciones espontáneas cada vez mayores, empezaron a interrumpir mi discurso para luego, después de la segunda hora, volver a aplacarse y quedar el público sumido en aquel silencio religioso que, en ocasiones posteriores, tantas y tantas veces debí volver a experimentar en aquel mismo local. En cuanto hubo pronunciado la última palabra, estalló el entusiasmo popular en máximo fervor patriótico, cantando el himno nacional "Deutschland ubre alles".

Las gacetas burguesas publicaron fotografías y comentarios mencionando únicamente que se había tratado de una demostración "nacional" y omitiendo en su "modestia característica" citar los nombres de los organizadores.

Después de aquella iniciación en 1921, intensifiqué considerablemente nuestra actividad asambleísta en Munich, optando por celebrar en adelante no sólo una reunión, sino muchas veces dos y hasta tres por semana, en el verano y al finalizar el otoño. Nuestros mítines se realizaron siempre en el local del Circo Krone y con íntima satisfacción pudimos constatar que cada vez teníamos el mismo éxito.

El resultado fue una creciente adhesión al movimiento y un aumento notable del número de miembros del partido.

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Es natural que ante semejantes éxitos no quedaran inactivos nuestros adversarios. Y es así como se resolvieron a llevar a cabo en un último esfuerzo un acto de terrorismo que definitivamente pusiese fin a nuestra actividad asambleísta.

Para el encuentro decisivo, habían elegido una de nuestras reuniones en la sala de fiestas de la Hofbräuhaus, donde yo debía hablar. En efecto, el 4 de noviembre de 1921, entre las 6 y 7 de la tarde, recibí las primeras informaciones concretas anunciando que nuestra asamblea de aquella noche sería saboteada a toda costa.

Fue atribuible a una infeliz circunstancia, no haber podido tener antes tal comunicación. Aquel mismo día habíamos desocupado nuestra venerable oficina en la Sterneckergasse en Munich, para trasladarnos a otra, es decir, habíamos dejado el antiguo local, sin poder aun instalarnos en el nuevo, debido a que en éste se hacían todavía trabajos preparatorios. El teléfono tampoco estaba expedito y he aquí porque resultaron en vano muchas tentativas encaminadas a informarnos telefónicamente sobre el proyectado sabotaje.

La consecuencia de esto fue que nuestra asamblea de aquella noche iba a estar protegida solamente por un grupo escaso de nuestra guardia de orden. Su número no pasaba de cuarenta y seis. Como nuestra organización de alarma no estaba todavía suficientemente perfeccionada, hubiera sido imposible por la noche, en el término de una hora, disponer de un conveniente refuerzo.

Cuando a las ocho menos cuarto llegué al vestíbulo de la Hofbräuhaus, no podía ya dudarse de la intención de nuestros adversarios. La sala se hallaba repleta y por eso la policía clausuró la entrada. Nuestros enemigos, que habían tenido buen cuidado de venir muy temprano, llenaban la sala, mientras que nuestros adeptos quedaron en su mayor parte fuera. El pequeño grupo de las S.A. esperaba en el vestíbulo y ordené formar a los cuarenta y seis hombres que la componían. Les dije a mis muchachos que seguramente aquella noche, por primera vez, tendrían que probar, a sangre y fuego, su fidelidad al movimiento y que ninguno de nosotros debería salir del local salvo que nos sacasen muertos; dije que yo personalmente quedaría en la sala y que jamás podría imaginar que uno solo de ellos fuese capaz de abandonarme; finalmente, subrayé que si viese que alguno se portaba como un cobarde yo mismo le arrancaría el brazalete y la insignia del partido. Luego les insté a reaccionar inmediatamente contra la menor tentativa de sabotaje, sin olvidar ni por un momento que la mejor forma de defensa es siempre el ataque.

La exclamación "¡Heil!" pronunciada tres veces, más vigorosamente que nunca, fue la respuesta a mis palabras.

Una vez en la sala, puede apreciar la situación con mis propios ojos. Los concurrentes estaban apiñadamente sentados y me esperaban ya con penetrantes miradas. Infinidad de fisonomías llenas de odio se tornaban hacia mí, en tanto que otros me dirigían insultos seguidos de irónicas gesticulaciones. Estaban convencidos de su superioridad numérica y querían demostrarlo.

A pesar de todo, la asamblea fue inaugurada y empecé mi discurso.

Más o menos después de hora y media -había podido hablar durante ese tiempo no obstante las constantes interrupciones- un pequeño error psicológico que cometí al contestar una interrupción, y de lo cual yo mismo me di cuenta apenas hube respondido, dio ocasión a la señal de ataque.

Gritos furiosos y de repente un hombre que salta sobre una silla y exclama: "¡Libertad!" A la señal dada los "campeones" de la libertad comenzaron su obra.

Pocos instantes después dominaba en el local el bramido de una inmensa horda humana sobre la cual volaban cual descargas de obuses infinidad de vasos de cerveza, y en medio de todo, el crujir de silletazos, vasos que se estrella, chillidos estridentes y silbatina.

El espectáculo era salvaje.

Yo quedé de pie en mi puesto y desde allí pude observar cómo todos mis muchachos cumplieron su deber admirablemente.

Apenas había principiado la danza entraron mis "hombres de asalto", como desde entonces les llamé. Cual lobos, en grupos de ocho o diez, caían sucesivamente sobre sus adversarios y poco a poco fueron éstos arrollados y echados del recinto. No habían transcurrido cinco minutos cuando vi que casi todos los míos sangraban y estaban heridos. A cuántos de ellos me fue dado conocerles precisamente entonces. A la cabeza, mi bravo Maurice, además, mi actual secretario privado Hess y muchos otros que, aun gravemente heridos, atacaban siempre de nuevo mientras podían mantenerse en pie. En uno de los rincones, al fondo de la sala, quedaba todavía un considerable bloque de adversarios que oponía tenaz resistencia. Inesperadamente detonaron dos tiros de revólver disparados desde la entrada de la sala, y con esto se inició un tremendo tiroteo. A partir de este momento era imposible precisar de donde venían los disparos, pero una cosa pude establecer claramente: desde aquel instante el ardor combativo de mis muchachos sangrantes había llegado al paroxismo, acabando por arrojar de la sala vencidos a los últimos perturbadores.

Pasaron aproximadamente veinticinco minutos. En la sala parecía como si hubiese estallado una granada. Muchos de mis correligionarios heridos, fueron curados de urgencia, otros fueron transportados por la ambulancia, pero a pesar de todo habíamos quedado dueños de la situación. Hermann Esser, que aquella noche presidía la reunión, declaró: "La asamblea continúa. La palabra la tiene el conferenciante" Y continué hablando.

Ya habíamos clausurado la reunión cuando entró de prisa y muy excitado un oficial de policía, moviendo nerviosamente los brazos y gritando: "La asamblea queda disuelta".

Sin querer tuve que reírme, ante semejante alarde auténticamente policíaco.

Realmente, mucho habíamos aprendido aquella noche y nuestros adversarios mismos no olvidaron jamás la lección recibida.

 

CAPÍTULO OCTAVO

El fuerte es más fuerte cuanto está solo

En el capítulo precedente, he mencionado la existencia de una cooperativa de asociaciones alemanas nacionalracistas. Ahora deseo ocuparme brevemente del problema.

Por lo general se comprende bajo la denominación "cooperativa de trabajo" un grupo de asociaciones que, con el fin de facilitar su labor, se someten ente sí a recíprocas obligaciones, eligiendo un directorio común con más o menos facultades, para luego poder llevar a cabo una acción conjunta. De esto se infiere que ha de tratarse de sociedades, asociaciones o partidos cuyos propósitos y procedimientos no se diferencien demasiado los unos de los otros. Existe la difundida convicción de que una tal cooperativa alcanza un enorme incremento de fuerza de acción y que, automáticamente, transforma en una potencia a los grupos que la componen, por sí solos débiles y pequeños.

Esta creencia es errónea en la mayoría de los casos.

A mi modo de ver, es interesante y necesario para una comprensión mejor de la cuestión, dilucidar cómo se forman las sociedades, asociaciones, etc. Un hombre proclama una verdad, preconiza la solución de un determinado problema, expone una finalidad y crea por último un movimiento destinado a servir a su propósito. Así es cómo se funda una asociación o un partido que, de acuerdo con su respectivo programa, debe conducir a la supresión de anomalías existentes o a determinar un nuevo estado de cosas.

Tan pronto como ha quedado iniciado, un movimiento de esta índole, entra prácticamente en posesión de un cierto derecho de prioridad.

Sería natural y comprensible que todos aquellos que persiguen una misma finalidad, se incorporen a un tal movimiento reformándolo para, de esta manera, servir mejor a la idea común. El que esto no sea así, puede atribuirse a dos causas. La primera querría yo calificarla de casi trágica, en tanto que la segunda, tiene un fondo miserable y hay que buscarla en la flaqueza de la naturaleza humana.

La causa trágica, reside en que cuando se trata del cumplimiento de un determinado cometido, los hombres no se concretan a reunirse en una agrupación única, a pesar de que por lo general en el mundo toda acción grandiosa marca la realización de un deseo ha tiempo latente en millones de corazones; un anhelo acariciado por muchos en silencio.

Corresponde al carácter de los grandes problemas contemporáneos el que miles de individuos se empeñen en su solución y que muchos de ellos se consideren predestinados o bien que el destino mismo proponga varias soluciones a la prueba de selección, para hacer que a la postre, en el libre juego de fuerzas, se incline la victoria final a favor del más fuerte, esto es, del más apto y capaz de resolver el problema. Sin embargo, la persuasión de que justamente ese hombre es el predestinado exclusivo, suele la más de las veces llegar tarde a la conciencia de los demás.

Es así como en el transcurso de los siglos y muchas veces dentro de una misma época, aparecen hombres diferentes que crean movimientos encaminados a defender finalidades comunes o por lo menos consideradas como análogas por la gran masa.

Lo trágico está en que aquellos hombres, sin conocerse entre sí, aspiran a llegar al mismo objetivo por caminos totalmente diferentes. Íntimamente convencidos de su propia misión, se creen obligados a ir cada uno asiladamente por su ruta.

Pero, ¿cómo podrá apreciarse desde fuera si el rumbo elegido es bueno o malo, si al no darse paso al libre juego de fuerzas, se sustrae al juicio doctrinal de hombres infatuados de su saber, la decisión definitiva, para dejarla librada a la irrefutable prueba del éxito visible que, en último análisis, confirmará siempre la conveniencia y utilidad de una acción?

En la Historia vemos que, a juicio de la mayoría, las dos posibilidades que se hubieran podido elegir para solucionar el problema alemán y cuyos gestores principales eran Austria y Prusia -los Habsburgo y los Hohenzollern- debieron haber sido desde un comienzo fusionadas en una sola. Siguiendo ese criterio debióse, contando con energías cohesionadas, confiar indiferentemente en la conveniencia de cualquiera de las dos posibilidades. En tal caso se habría optado por el camino de la parte más representativa que por entonces era Austria; pero está fuera de duda que la orientación austríaca nunca hubiera conducido a la creación de un Reich alemán.

La cuestión de la fundación de ese Reich, no fue el fruto de una voluntad común puesta al servicio de un procedimiento también común, sino más bien el resultado de una lucha consciente y a veces inconsciente por la hegemonía política, lucha de la cual surgió a la postre la Prusia vencedora. Y quien no niegue la verdad, ofuscado por la política partidista, tendrá que reconocer que la pretendida sabiduría humana jamás hubiera llegado a una decisión tan sabia como aquella a que llegó la sabiduría de la vida, esto es, que el libre juego de fuerzas, quiso que fuera realidad. En efecto, ¿quién hubiera creído seriamente, hace doscientos años, en los países alemanes, que la Prusia de los Hohenzollern y no el reino de los Habsburgo iba a convertirse un día en el núcleo creador y directriz del nuevo Reich? En cambio, ¿quién podría hoy desconocer que de ese modo obró mejor el destino? ¿Y quién sería capaz de figurarse un Reich alemán basado en los principios de una dinastía corrupta y degenerada, como la de los Habsburgo?.

No, el desarrollo natural debió colocar al mejor en el puesto que le correspondía, ciertamente después de una lucha de siglos.

Así fue y así será eternamente.

Por eso no es de lamentar que, en un comienzo, hombres de lucha, diferentes, se encaminen en pos del mismo objetivo. El más vigoroso y el más diligente se revelará entonces y será el vencedor.

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Existe aún a menudo una segunda causa, por la que en la vida de los pueblos, movimientos análogos en apariencia tratan de alcanzar, por caminos diferentes, un objetivo aparentemente también análogo. Esta causa es no sólo trágica, sino infinitamente miserable. Radica en la infeliz mezcla de emulación, envidia, ambición e inclinación a la ratería, características que desgraciadamente se encuentran reunidas en ciertos sujetos de la humanidad.

Bastará que uno vaya por un nuevo camino para que muchos haraganes paren mientes presintiendo algún buen bocado al fin de la jornada. Ahora bien, creado el nuevo movimiento y formulado su programa, afluyen tales gentes aseverando que persiguen el mismo objetivo. Pero de ningún modo los guía un propósito sincero al incorporarse a un tal movimiento y reconocer la prioridad de éste, sino que se concretan a robarle su programa para luego fundar a base de él un partido propio.

Ciertamente la fundación de toda aquella serie de grupos, partidos, etc., llamados "nacionalistas" que tuvo lugar en los años de 1918-19, fue el resultado del natural desenvolvimiento de las cosas y sin mala intención por parte de sus impulsores. Ya en 1920, la N.S.D.A.P. y la D.S.P. habían nacido inspirándose ambas en los mismos propósitos, pero no obstante independientemente la una de la otra. Por cierto que Julius Streicher estuvo al principio íntimamente convencido de la misión y del futuro de su movimiento; empero, tan pronto como llegara a reconocer de manera clara e indubitable el vigor y el crecimiento de la N.S.D.A.P., mayores a los de su propio partido, suspendió sus actividades e instó a sus correligionarios a que se engranasen en el movimiento triunfante de la N.S.D.A.P. y continuaron luchando desde esas filas por el objetivo común. Decisión sumamente correcta, aunque muy grave desde el punto de vista personal.

De esta suerte no resultó pues ninguna división durante aquella primera época de nuestro movimiento. Lo que hoy caracterizamos con la palabra "división nacionalista de partidos" debe exclusivamente su existencia a la segunda de las causas que he mencionado.

Repentinamente surgieron programas políticos plagiados del nuestro; se proclamaron principios tomados del conjunto de nuestras ideas; precisáronse objetivos por cuya consecución hacía años que luchábamos y se eligieron, por último, caminos ya trillados por la N.S.D.A.P.

Todo lo que era incapaz de mantenerse en pie sobre sus propias bases, acabó por fusionarse en cooperativas de trabajo, partiendo seguramente de la convicción de que ocho cojos, apoyados mutuamente, pueden constituir un gladiador.

Jamás debe olvidarse que todo lo realmente grande en este mundo, no fue obra de coaliciones, sino el resultado de la acción triunfante de uno solo. Las grandes revoluciones ideológicas de trascendencia universal son imaginables y factibles únicamente como luchas titánicas de grupos individuales y nunca como empresas fruto de coaliciones.

En consecuencia, el Estado nacionalsocialista jamás será creado por la voluntad convencional de una "cooperativa nacionalista", sino sólo gracias a la férrea voluntad de un movimiento único que sepa imponerse por encima de todos los demás.

 

 

CAPÍTULO NOVENO

Ideas básicas sobre el objetivo y la organización de las S.A.

La revolución de 1918 en Alemania, abolió la forma monárquica de gobierno, disoció el ejército y la administración pública y quedó librada a la corrupción política. Con esto se destruyeron también los fundamentos de lo que se denomina la autoridad del Estado, la cual reposa casi siempre, sobre tres elementos que, esencialmente, son la base de toda autoridad.

El primer fundamento inherente a la noción de autoridad es siempre la popularidad. Pero una autoridad que sólo descansa sobre este fundamento es en extremo débil, inestable y vacilante. De ahí que todo representante de una autoridad cimentada exclusivamente en la popularidad; tenga que esforzarse por mejorar y asegurar la base de esta autoridad mediante la formación del poder.

En el poder, esto es, en la fuerza, vemos representado el segundo fundamento de toda autoridad; desde luego, un fundamento mucho más estable y seguro, pero siempre más eficaz, que la popularidad.

Reunidas la popularidad y la fuerza, pueden subsistir un determinado tiempo y con esto, se crea el factor tradición que es el tercer fundamento que consolida la autoridad. Sólo cuando se aunan los tres factores; popularidad, fuerza y tradición, puede una autoridad considerarse inconmovible.

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Si bien es cierto que la revolución logró demoler, con su impetuoso golpe, el edificio del antiguo Estado, no es menos cierto que esto se debió, en último análisis, a la circunstancia de que el equilibrio normal, dentro de la estructura de nuestro pueblo, se hallaba ya destruido por la guerra.

Cada pueblo, en su conjunto, consta de tres grandes categorías: por una parte, un grupo extremo formado por el mejor elemento humano, en el sentido de la virtud y que se caracteriza por su valor y su espíritu de sacrificio; en el extremo opuesto, la hez de la humanidad, mala en el sentido de ser el espécimen del egoísmo y el vicio. Entre ambos extremos, se sitúa la tercera categoría, que en la vasta capa media de la sociedad, en la cual no se refleja ni deslumbrante heroísmo, ni bajo instinto criminal.

Los períodos de florecimiento de un pueblo se conciben únicamente gracias a la hegemonía absoluta del extremo positivo representado por los buenos elementos.

Los períodos de desarrollo normal y regular, o lo que es lo mismo, de una situación estable, se caracterizan y subsisten mientras dominan los elementos de la categoría media, en tanto que los dos extremos se equilibran o se anulan recíprocamente.

Finalmente, las épocas de decadencia de un pueblo, son el resultado de la preponderancia de los elementos malos.

Concluida la guerra, Alemania ofrecía el siguiente cuadro: La clase media, la más numerosa de la nación, había rendido cumplidamente su tributo de sangre; el extremo bueno se había sacrificado casi íntegramente con heroísmo ejemplar; el extremo malo, en cambio, acogiéndose a leyes absurdas y, por otra parte, debido a la no aplicación de las sanciones del código militar, quedó desgraciadamente intacto.

Esta hez, bien conservada, de nuestro pueblo, fue la que después hizo la revolución y pudo hacerla sólo porque el extremo bueno de la nación había dejado de ser.

Sin embargo, difícilmente podía una autoridad apoyarse en forma duradera sobre la "popularidad" de los saqueadores marxistas. La república "antimilitarista" necesitaba soldados. Mas, como el sostén primordial y único de su autoridad de Estado, es decir, su popularidad, radicaba sólo en una comunidad de rufianes, ladrones, salteadores, desertores y emboscados -en una palabra, en aquella categoría que hemos venido en llamar el extremo malo de la nación- vano esfuerzo era el tratar de reclutar en estos círculos hombres dispuestos a sacrificar la propia vida en servicio del nuevo ideal, ya que aquellos no aspiraban en modo alguno a consolidar el orden y el desenvolvimiento de la república alemana, sino simplemente al pillaje a costa de la misma. Los que verdaderamente personificaban el pueblo, podían gritar hasta desgañitarse sin que nadie les respondiese desde aquellas filas.

Por aquel entonces se presentaron numerosos jóvenes alemanes dispuestos a vestir de nuevo el uniforme de soldado, para ponerse -como se les había hecho creer- al servicio de la "tranquilidad y el orden". Se agruparon como voluntarios en formaciones libres y aunque sentían ensañado odio contra la revolución marxista, inconscientemente empezaron a protegerla consolidándola prácticamente.

El auténtico organizador de la revolución y su verdadero instigador -el judío internacional- había medido justamente las circunstancias del momento. El pueblo alemán no estaba todavía madura para ser arrastrado al sangriento fango bolchevique, como ocurrió con el pueblo ruso. En buena parte se debía esto a la homogeneidad racial existente en Alemania entre la clase intelectual y la clase obrera; además, a la sistemática penetración de las vastas capas del pueblo con elementos de cultura, fenómeno que encuentra paralelo sólo en los otros Estados Occidentales de Europa y que en Rusia es totalmente desconocido. Allí, la clase intelectual estaba constituida, en su mayoría, por elementos de nacionalidad extraña al pueblo ruso o por lo menos de raza no eslava.

Tan pronto como en Rusia fue posible movilizar la masa ignara y analfabeta en contra de la escasa capa intelectual que no guardaba contacto alguno con aquélla, estuvo echada la suerte de este país y ganada la revolución. El analfabeto ruso quedó con ello convertido en el esclavo indefenso de sus dictadores judíos, los cuales eran lo suficientemente perspicaces para hacer que su férula llevase el sello de la "dictadura del pueblo".

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si independientemente de los defectos evidentes del antiguo Estado, tomados como causa, nos preguntamos el porqué del éxito de la revolución de 1918 como acción en sí, llegaremos a estas conclusiones:

1º Porque la noción del cumplimiento del deber y la obediencia estaban estratificadas en nosotros.

2º A causa de la cobarde pasividad observada por nuestros llamados partidos conservadores.

A esto conviene añadir:

Que el anquilosamiento de las nociones del cumplimiento del deber y de la obediencia, tenía su honda raíz en la índole de nuestra educación carente de sentido nacional y orientada netamente hacia el Estado. De ahí resulta el desconcierto entre medios y fines. La conciencia y la noción del cumplimiento del deber, así como la obediencia, no son fines en sí, como tampoco el Estado es un fin en sí mismo; todos juntos deben constituir los medios conducentes a facilitar y garantizar la existencia en este mundo a una comunidad de seres psíquica y físicamente afines.

En la hora crítica en que un pueblo, debido a los manejos de unos cuantos malhechores, sucumbe visiblemente para quedar a merced de la más dura humillación, la obediencia y el cumplimiento del deber para con aquellos, es formulismo doctrinario, es locura. Según el concepto nacionalsocialista, en tales momentos no obra la obediencia para con superiores pusilánimes, sino la lealtad para con la comunidad del pueblo. Aparece entonces el deber de la responsabilidad personal frente al conjunto de la nación.

La revolución triunfó porque nuestro pueblo, mejor dicho nuestros gobernantes, habían perdido el concepto vivo de estas nociones, para dar paso a una concepción puramente doctrinaria y formalista de las mismas.

En lo concerniente al segundo punto, habría que subrayar lo siguiente:

La causa profunda de la pusilanimidad de los partidos "conservadores", fue, en primer lugar, la desaparición del sector activo y bien intencionado de nuestro pueblo, el cual se desangró durante la guerra. Prescindiendo de todo esto, nuestros partidos burgueses, que podemos clasificar como las únicas instituciones políticas cimentadas sobre la plataforma del antiguo Estado, se hallaban persuadidos de que debían defender sus convicciones exclusivamente en el terreno intelectual y por medios intelectuales, ya que el empleo de la fuerza material era facultad privativa del Estado. Pero en el momento en que en el mundo de la democracia burguesa, surgió el marxismo, constituía un solemne absurdo apelar a la lucha con "armas espirituales"; absurdo que después debió acarrear tremendas consecuencias.

Las únicas organizaciones que en aquellos tiempos habrían tenido el valor y la fuerza necesarias para enfrentarse con el marxismo y sus masas soliviantadas, era, en un comienzo, los cuerpos de voluntarios, más tarde las agrupaciones de auto-defensa, las guardias civiles, etc., y, por último las ligas tradicionalistas.

Lo que a los marxistas les dio el triunfo, fue la perfecta cohesión existente entre su voluntad política y el carácter brutal de su acción. En cambio, lo que privó a los sectores nacionalistas de toda influencia en los destinos de Alemania, fue la falta de una colaboración eficiente entre el poder de la fuerza y la voluntad de una genial aspiración política.

Cualquiera que hubiese sido la aspiración de los partidos "nacionalistas", el valor de éstos debía ser siempre nulo, porque esos partidos no contaban con ningún poder para defenderla, y mucho menos para imponerla en la calle.

Las ligas de defensa disponían de todo poder y dominaban prácticamente la calle, pero carecían de una idea política y también de una finalidad política definida.

Fue el judío el que con asombrosa habilidad, supo lanzar, mediante su prensa, la idea del "carácter apolítico" de las ligas de defensa, ensalzando y proclamando siempre, con no menos refinamiento, la índole puramente espiritual de la lucha política. Millones de alemanes ingenuos repetían semejante farsa, sin presentir, ni en lo más mínimo, que de ese modo, se desarmaban prácticamente ellos mismos y caían, indefensos, en manos del judío.

Pero también esto, es susceptible de una explicación natural: la falta de una idea grande e innovadora significa siempre la limitación de la fuerza combativa. La convicción de tener el derecho de valerse hasta de las armas más brutales, ha de ir unida permanentemente a la fe fanática en la necesidad del triunfo de un nuevo orden de cosas revolucionario en el mundo. He aquí la razón porqué jamás apelará al último recurso aquel movimiento que no lucha en pro de fines y de ideales elevados.

La revelación de una nueva gran idea, fue el secreto del éxito de la Revolución francesa; asimismo a la idea debe su triunfo la revolución rusa y sólo por la idea, también, ha podido ganar el fascismo la fuerza necesaria para someter venturosamente un pueblo a una reforma de vastas proporciones.

Paulatinamente, el marxismo logró obtener, con la consolidación de la Reichswehr el apoyo indispensable para su autoridad y, obrando lógica y consecuentemente, comenzó a disolver las ligas nacionales de defensa que ya le parecían peligrosas y superfluas.

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Con la fundación de la N.S.D.A.P. apareció por primera vez un movimiento cuyo objetivo no radicaba, como en el caso de los partidos burgueses, en una restauración mecánica del pasado, sino en la aspiración de erigir un Estado orgánicamente nacional, en lugar del absurdo mecanismo estatal existente.

Desde el primer día, el joven movimiento sostuvo el punto de vista de que su idea debía ser propagada por medios espirituales, pero que esa acción espiritual tendría que estar garantizada en caso necesario por la fuerza del puño. Fiel a su convicción sobre la enorme importancia encarnada en la nueva doctrina, consideró natural que ningún sacrificio sería demasiado grande al tratarse de la consecución de sus fines.

Es lección eterna de la Historia, que una concepción ideológica apoyada en el terror jamás podrá ser reducida por virtud de procedimientos legales de la autoridad establecida, sino únicamente por obra de otra concepción ideológica nueva y de acción no menos audaz y resuelta de aquélla. Oír esta verdad les será siempre desagradable a los funcionarios encargados de velar por la seguridad del Estado. El poder público podrá garantizar el orden y la tranquilidad sólo cuando el Estado se halle identificado con la ideología dominante.

Aquel Estado que, incondicionalmente, capituló ante el marxismo, el 9 de noviembre de 1918, no podrá reaparecer de la noche a la mañana como el vencedor de ese mismo marxismo; por el contrario: burgueses sabihondos, ocupando carteras ministeriales, chochean ya hoy preconizando la conveniencia de no gobernar contra el proletariado: mas, al identificar al obrero alemán con el marxismo, no solamente incurren en una cobarde mixtificación de la verdad, sino que, mediante su interpretación capciosa, tratan también de disimular su propia incapacidad frente a la idea y la organización marxista.

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He explicado cómo en la vida práctica de nuestro joven movimiento fue formándose paulatinamente una guardia para la protección de nuestros mítines, y cómo ésta adoptó poco a poco el carácter de una fuerza de orden, tendiendo, finalmente, a constituir toda una organización.

El primer cometido de esta fuerza de orden era, pues, limitado. Al principio: consistía en la tarea de facilitar la realización de los mítines los cuales, no mediando esa fuerza, habrían sido saboteados sin dificultad por los adversarios. Ya en aquella época, estaba nuestra fuerza de orden entrenada, para la ciega ejecución del ataque, pero no porque se hubiera hecho un culto del "laqui" como se solía decir en ciertos necios círculos nacionalistas, sino, llanamente, porque aquella fuerza supo comprender que hasta el hombre más genial puede quedar anulado ante los golpes de este "laqui", como en efecto no es raro en la historia el caso de eminentes cabezas que sucumbieron bajo el puño de ilotas minúsculos. Nuestra organización no trataba de imponer la violencia como finalidad sino que quería salvaguardar de la violencia a los predicadores de la finalidad ideal. Y al mismo tiempo, entendiendo que no estaba obligada a amparar a un Estado que no defendía a la nación; se encargó de proteger a esa nación contra los que amenazaban destruir el pueblo y el Estado.

Como su nombre indica, la sección de asalto (S.A. Sturm-Abteilung) no representa más que una sección de nuestro movimiento, esto es, un eslabón, del mismo modo que la propaganda, la prensa, los institutos científicos, etc., no constituyen otra cosa que eslabones del partido.

El pensamiento capital que privó en la organización de nuestra "sección de asalto" fue siempre, junto al propósito del entrenamiento físico, el hacer de ella una fuerza moral inquebrantable, hondamente compenetrada con el ideal nacionalsocialista y consolidada en grado máximo por su espíritu de disciplina. Nada debía tener de común con una organización aburguesada y menos aun con el carácter de una sociedad secreta.

La causa de mi oposición tenaz, en aquellos tiempos, al intento de hacer que la "sección de asalto" de la NSDAP. se presentase a manera de una liga de defensa, tenía su razón de ser en lo siguiente:

Desde un punto de vista puramente objetivo, no es posible realizar la educación militar de un pueblo mediante instituciones privadas, salvo que se cuente con enormes subvenciones del Estado. Pensar de otro modo supondría atribuirse a sí mismo demasiada capacidad. Desde luego, está fuera de discusión el hecho de que, a base de la llamada "disciplina voluntaria" se pueda crear, pasando de un cierto límite, organizaciones que tengan importancia militar. Aquí hace falta el instrumento esencial del mando, es decir, la sanción disciplinaria. Bien es cierto que en otoño de 1918 o, más propiamente en la primavera de 1919, fue factible formar "cuerpos de voluntarios", que tenían no sólo la ventaja de contar entre sus componentes una mayoría de excombatientes educados, por tanto, en la escuela del antiguo ejército, sino también la circunstancia de que las obligaciones impuestas al individuo, lo sometían incondicionalmente a la disciplina militar, por lo menos durante un tiempo limitado.

Aun en la hipótesis de que, no obstante las dificultades puntualizadas, lograse una liga de defensa instruir militarmente, año por año, un cierto número de alemanes, esto es, en el orden moral, físico y técnico; el resultado, a pesar de todo, tendría que ser inevitablemente nulo en un Estado que, consecuente con su tendencia política, no deseara, e incluso detestase una tal militarización por estar en contradicción absoluta con el objetivo intimo que persiguen sus dirigentes que son al propio tiempo sus corruptores.

Esta es la situación en el presente. ¿O es que acaso no pondría en ridículo al régimen de gobierno actual, querer dar sigilosamente instrucción militar a algunas decenas de miles de hombres, siendo ese mismo régimen el que pocos años antes abandonara ignominiosamente a ocho millones y medio de soldados de admirable preparación y cuyos servicios a la patria fueron rechazados y correspondidos con vejámenes?¿Cómo, entonces formar soldados para un Estado que otrora vilipendiara y escupiera a los soldados más gloriosos, permitiendo que se les arrancasen del pecho sus condecoraciones y se les arrebatasen las cocardas, pisotearan sus banderas y denigrasen sus méritos? ¿Acaso dio jamás ese Estado paso alguno que tendiera a restaurar el honor mancillado del antiguo ejército sancionando a sus disociadores y detractores? ¡Ciertamente que no! Por el contrario, vemos hoy entronizados a esos elementos en los más altos puestos públicos.

Analizando el problema de la conveniencia o inconveniencia de crear ligas voluntarias de defensa, no podría dejar de preguntarme: ¿Para qué se instruye a la juventud? ¿A que fin servira y en que momento deberá ser movilizada?

Si el estado actual tuviese alguna vez que echar mano de reservas preparadas de esta manera, jamás lo haría en defensa de los intereses nacionales contra el enemigo externo, sino únicamente en servicio de los opresores de la nación en el momento en que estallase el furor del pueblo engañado, traicionado y vendido.

Desde luego, ya por esa sola razón la S.A. no debía tener nada de parecido con una organización militar. Era simplemente un medio protector y educativo del movimiento nacionalsocialista y su cometido residía en un campo totalmente diferente al de las llamadas ligas de defensa. Tampoco debía constituir una organización secreta, porque el objetivo de las organizaciones secretas tiene que ser fatalmente contrario a la ley.

Lo que nosotros, los nacionalsocialistas, necesitábamos y necesitaremos siempre, no son cien o doscientos conspiradores desalmados, sino cientos de miles de fanáticos adeptos, que luchen por nuestra ideología. Nuestra obra no ha de realizarse en conciliábulos, sino en imponentes demostraciones populares y tampoco valiéndose del puñal, el veneno, la pistola, sino conquistando en abierta lid el dominio de la calle. Tenemos que enseñarle al marxismo que el futuro dueño de la calle ha de ser el nacionalsocialismo, que un día será también el dueño del Estado.

El peligro de las organizaciones secretas estriba también actualmente en el hecho de que sus miembros desconocen por completo la magnitud de su cometido y se hacen la idea de que la suerte de un pueblo podría realmente, tornarse favorable de súbito, gracias a la perpetración de un asesinato político. Tal criterio puede tener justificación histórica únicamente cuando un pueblo gime bajo la tiranía de algún opresor genial, del cual se sabe que sólo su personalidad extraordinaria la que garantiza la consistencia interior y la temeridad del régimen imperante.

En los años de 1919 y 1920 existía el peligro de que miembros de organizaciones secretas, inspirándose en los grandes ejemplos de la Historia y hondamente conmovidos por la infinita desgracia nacional, intentaran vengarse de los corruptores de la patria, en la creencia de que así se pondría fin a la miseria del pueblo. Pero era absurdo semejante propósito, por la sencilla razón de que el marxismo no había triunfado gracias al genio superior y la significación personal de un solo individuo, sino más bien debido a la incalificable flaqueza moral y la cobarde inacción del mundo burgués. Al fin y al cabo, es todavía comprensible capitular ante un Robespierre, un Dantón o un Marat, pero siempre será vergonzoso someterse a un famélico Scheidemann, a un obeso Erzberger o un Friedrich Ebert y a otros minúsculos políticos. Vano hubiera sido eliminar a alguno de ellos, porque el resultado no habría hecho más que acelerar la entronización de otro no menos sanguinario y ávido que el antecesor.

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Si la S.A. no debía ser una organización de índole militar, ni tampoco una intuición secreta, fuerza era deducir de esto las conclusiones siguientes:

1ª) Su instrucción tenía que efectuarse consultando la conveniencia del partido y no desde el punto de vista militar.

Tratándose del entrenamiento físico, no debía darse importancia capital a la práctica de ejercicios militares, sino más bien a la actividad deportiva. He considerado siempre más importantes el boxeo y el jiu-jitsu que un curso de tiro, que, siendo deficiente, habrá de resultar forzosamente malo. El entrenamiento corporal tiene que inculcar en el individuo la convicción de su superioridad física y darle, con ella, aquella confianza que radica eternamente en la conciencia de la propia fuerza; además, deben enseñársele aquellas destrezas deportivas que sirvan de armas para la defensa del movimiento nacional-socialista.

2ª) Para evitar desde el primer momento que la S.A. tuviera un carácter secreto, no bastaba que su uniforme la revelase de modo inconfundible, sino que ya la magnitud de sus efectivos tenía que señalarle el camino que conviniera al partido y que fuese del dominio público. No debería reunirse furtivamente, sino por el contrario, marchar al aire libre, estableciendo con esto una práctica que destruyera definitivamente todas las leyendas que la acusaban de ser una "organización secreta".

3º) La forma de la organización de la S.A. así como su uniforme y equipo, no debían copiarse de los modelos del antiguo ejército, sino elegirse conforme a las necesidades del cometido que el incumbía.

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Tres sucesos fueron de trascendental importancia para el desenvolvimiento de la S.A.:

1º) La gran demostración de protesta de todas las asociaciones patrióticas, realizada en el verano de 1922 en la Konigsplatz de Munich contra la Ley de protección de la República.

También el movimiento nacionalsocialista había tomado parte en aquella demostración. El desfile general de la NSDAP estuvo precedido por seis grupos de a cien hombres de la S.A. de Munich, seguidos de las secciones políticas de los miembros del partido. Teníamos además dos bandas de música y llevábamos, más o menos, quince banderas. La llegada de los nacionalsocialistas a la gran plaza de reunión, ya ocupada hasta la mitad, despertó entusiasmo desbordante en la multitud. Tuve el honor de ser uno de los oradores que dirigieron la palabra a aquel gentío que pasaba de sesenta mil personas.

El éxito del mitin fue portentoso, sobre todo porque, pese a las amenazas de los rojos, se demostró por primera vez que también el Munich nacionalsocialista era capaz de salir a la calle.

2º) El desfile de octubre de 1922 en Coburgo.

Diferentes asociaciones nacionalsocialistas habían acordado celebrar en Coburgo una reunión el "Día Alemán". Yo también recibí una invitación con la recomendación expresa de llevar conmigo algunos acompañantes.

En efecto, como "acompañantes" seleccioné ochocientos hombres de la S.A., formando catorce secciones, las cuales debían ser trasladadas, en tren especial, de Munich a la ciudad de Coburgo, que desde hacía poco se hallaba bajo la jurisdicción de Baviera. Era la primera vez que un tren especial de esa índole corría en Alemania. En todas las estaciones del trayecto, donde se agregaban nuevos elementos de la S.A. nuestro tren era motivo de gran expectación.

Llegados a Coburgo, fuimos recibidos por una delegación del comité organizador de la reunión y se nos entregó un pliego que, a manera de "convenio", contenía una orden de los sindicatos obreros de la ciudad, es decir, del partido independiente y del comunista, prohibiéndosenos desfilar en columnas cerradas y con banderas desplegadas y música (habíamos traído expresamente una banda compuesta de cuarenta y dos instrumentos).

Rechacé de planos condiciones tan denigrantes y no dejé de expresarles a los señores de la delegación mi extrañeza por el hecho de que se mantuvieran tratos y celebrasen acuerdos con aquellas gentes. Declaré terminantemente que la S.A. formaría al instante en secciones para marchar por las calles de la ciudad con música y flameantes banderas.

Y así fue.

Ya en la plaza de la estación nos esperaba una exaltada muchedumbre de varios miles que vociferaba, apostrofándonos con los "cariñosos" apelativos de asesinos, bandidos, criminales, etc., etc. La joven S.A. mantuvo su disciplina ejemplar. Había formado en secciones delante del edificio de la estación y demostraba una total indiferencia ante los denuestos del populacho. Debido a la timidez de las autoridades policíacas, nuestro desfile, en una ciudad que desconocíamos completamente, no fue dirigido hacia el alojamiento preparado para nosotros en la periferia de la población, sino hacia el Hofbräuhauskeller, situado muy cerca del centro de la ciudad. Apenas había acabado de entrar en el patio del Hofbräuhauskeller nuestra última sección, una gran multitud trató de seguirnos y en medio de ensordecedores gritos, quiso penetrar en el local, impidiéndolo la policía que clausuró la entrada. Como la situación se hiciera insoportable, ordené a la S.A. formar de nuevo, la arengué brevemente y exigí de la policía la inmediata apertura de las puertas. Al fin, después de largo vacilar, se accedió a mi demanda.

Reanduvimos de nuevo el camino, para poder llegar a nuestro alojamiento y fue en este trayecto, donde los representantes del verdadero socialismo, de la igualdad y de la fraternidad, apelaron al recurso de las piedras.

Esto debió poner punto final a nuestra paciencia. Durante diez minutos, llovieron piedras a derecha e izquierda, y un cuarto de hora más tarde no quedaba en la calle un solo comunista.

Por la noche se produjeron todavía graves choques. Patrullas de la S.A., encontraron horrendamente maltratados a elementos nacionalsocialistas que habían sido asaltados aisladamente. La reacción de los nuestros no se dejó esperar. Al día siguiente estaba dominado el terror rojo bajo el cual Coburgo sufría desde años atrás.

Con la característica hipocresía del judío marxista, se quiso incitar de nuevo, por medio de volantes, a hombres y mujeres, "camaradas del proletariado internacional", para que otra vez se lanzasen a la calle. Tergiversando completamente la verdad de los hechos, se afirmaba que nuestras "hordas de asesinos" habían dado comienzo a una guerra de exterminio contra los "pacíficos" obreros de Coburgo. A la 1,30 de aquel día, debía realizarse la gran "demostración popular" integrada por decenas de miles de obreros de todos los alrededores de Coburgo, como decían sus organizadores. Resuelto a eliminar definitivamente el terror rojo, hice formar a las 12 a la S.A., que, entretanto, había engrosado sus filas hasta alcanzar un efectivo de mil quinientos hombres, y con ella, me puse en marcha pasando por la plaza donde iba a tener lugar la anunciada demostración comunista.

Pero en vez de decenas de miles no vimos allá más que unos pocos centenares, los cuales ante nuestra presencia se mantuvieron más o menos tranquilos y hasta se retiraron en parte. Entonces pudimos notar cómo la atemorizada población recobraba poco a poco su serenidad, se revestía de valor y hasta osaba saludarnos con aclamaciones. Por la noche, cuando nos dirigíamos a la estación, en muchos lugares del trayecto estalló, a nuestro paso, un júbilo espontáneo.

Una vez en la estación, el personal ferroviario nos declaró inesperadamente que no conducía el tren. Comencé por hacer saber a algunos de los organizadores del sabotaje que, en tal caso, apresaría a cuanto pícaro cayese en mi poder y que el tren partiría manejado por nosotros mismos, sin descuidarnos, por cierto, de llevar en la locomotora, en el tender y en cada carro unas docenas de los famosos "camaradas de la solidaridad internacional". Tampoco omití llamar la atención de esos señores sobre el hecho de que el viaje a cargo nuestro, significaría, naturalmente, una muy arriesgada empresa y no sería raro que todos resultásemos descalabrados, aunque nos consolaba pensar que, por lo menos, no nos solos iríamos al otro mundo sino, que en igualdad y confraternidad, nos acompañarían los señores comunistas.

Ante mi actitud resuelta, el tren partío puntualmente y a la mañana siguiente llegamos a Munich sanos y salvos.

La experiencia hecha en Coburgo nos había enseñado, pues, cuán útil era introducir el uso de un uniforme regular en la S.A., y esto, no sólo para fortalecer el espíritu de cuerpo, sin también para evitar confusiones y evitar el no poder reconocerse entre sí. Hasta entonces la S.A. había llevado únicamente un brazalete como distintivo; después vino el uso de la blusa y la conocida gorra.

Otra experiencia adquirida en Coburgo, fue mostrarnos la necesidad que había de ir anulando sistemáticamente el terror rojo y restablecer la libertad de reunión en aquellos lugares donde, desde años atrás, se hacía imposible toda demostración de otros partidos.

3º) La ocupación del ruhr por los franceses en los primeros meses de 1923 tuvo enorme trascendencia para el desarrollo de la S.A.

Esta ocupación, que no nos vino de sorpresa, engendró la fundada esperanza de que, al fin, terminaría la política cobarde de las sumisiones y que, con ello las ligas de defensa asumirían un rol perfectamente definido. Tampoco la S.A., que ya por entonces abarcaba en su organización muchos miles de hombres jóvenes y fuertes, debía quedar privada de prestar su concurso a este servicio nacional. En la primavera y durante el verano de 1923, se operó la transformación de la S.A., en una organización militar de combate.

La conclusión del año 1923 que a primera vista fue triste para Alemania, constituyó, sin embargo, considerada desde un elevado aspecto, una necesidad, puesto que en este año se acabó de una vez con aquella transformación militar de la S.A. perjudicial al movimiento e inutilizada por la actitud que asumió el Gobierno del Reich. Así surgió, para nuestro ideal nacionalsocialista la posibilidad de retornar un día al punto en que, anteriormente, habíamos tenido que dejar el verdadero camino.

La NSDAP, constituida sobre bases nuevas, en 1925, tiene que reconstruir, educar y organizar su S.A. de acuerdo con los principios ya mencionados en el comienzo de este capítulo. La NSDAP, vuelve a sus sanas concepciones de antes y vuelve también a ver como tarea suprema, el propósito de crear con su S.A. un instrumento que refuerce y sostenga la lucha ideológica del movimiento.

La NSDAP, no ha de tolerar que la S.A. descienda a la categoría de una liga de defensa, ni tampoco al nivel de una organización secreta; tiene que esforzarse, más bien, por hacer de ella una guardia de cien mil hombres del ideal nacionalsocialista y por lo tanto, del ideal racial en su sentido más hondo.

 

CAPÍTULO DÉCIMO

La máscara del federalismo

En el invierno de 1919 y más todavía en la primavera y el verano de 1920, el joven partido nacionalsocialista se vio obligado a definir su posición frente a un problema que, durante la guerra, habría asumido extraordinaria importancia. En la breve descripción contenida en la primera parte de este libro, acerca de los síntomas que pude constatar personalmente sobre el desastre alemán que se avecina, hice referencia a la índole especial de la propaganda ejercitada tanto por los franceses como por parte de los ingleses, para fomentar la antigua querella entre el Norte y el Sur de Alemania. En la primavera de 1915 aparecieron sistemáticamente en el frente alemán los primeros volantes de agitación contra Prusia, señalándose a este país como al único culpable de la guerra.

En 1916 alcanzó esta campaña un grado de desarrollo consumado a la par hábil y villano. Pronto comenzó a dar sus frutos aquella agitación hecha entre los alemanes del Sur contra los del Norte, y que estaba calculada para estimular los más bajos instintos.

Es fuerza hacer a las autoridades responsables de entonces, tanto en el gobierno como en el ejército -pero ante todo en el comando bávaro- un reproche que no pueden eludir: y este es que, en criminal olvido del cumplimiento de su deber, no obrasen con la entereza necesaria, frente a semejante campaña. ¡Nada se hizo! Por el contrario, incluso parecía que en algunos sectores no se veía con desagrado aquella campaña, pensándose con evidente limitación mental, que, mediante aquella funesta influencia, no sólo se oponía una barrera al desenvolvimiento de unidad alemana, sino que con ello, se producía también, automáticamente, una intensificación de la tendencia federalista. ¡Raramente ha de encontrarse en la Historia un caso de deliberado descuido con efectos más graves! El debilitamiento que se creía infligir a Prusia afectó a toda Alemania y su consecuencia fue precipitar el desastre, que significó no sólo la ruina del conjunto nacional de Alemania, sino asimismo la de cada uno de los Estados alemanes en particular.

Munich, la ciudad donde con más violencia ardía el odio artificialmente concitado hacia Prusia, debió ser la primera en lanzar el grito revolucionario contra su tradicional monarquía.

Pero sería un error atribuir exclusivamente a la propaganda de guerra enemiga el origen de ese espíritu hostil a Prusia. La forma increíblemente insensata en que estaba organizada nuestra economía de guerra, que, con una centralización rayana en el absurdo, mantenía bajo su tutela todo el territorio del Reich, y lo explotaba, fue una de las causas principales que engendraron aquel sentimiento antiprusiano; pues, para la concepción de la gente del pueblo, los comités de aprovisionamiento, que tenían su central en Berlín, estaban identificados con la capital y, a su vez, Berlín con Prusia.

Demasiado malicioso era el judío, para no haberse dado cuenta, ya entonces, de que la infame campaña de explotación que él mismo había organizado contra el pueblo alemán, bajo la capa de los comités, de aprovisionamiento, provocaría y debía provocar resistencia. Mientras esa resistencia no implicó para él un peligro, no tenía porqué temerla; pero a fin de prevenir una explosión de las masas movidas por la desesperanza y la indignación, descubrió que no podía haber receta mejor que la de desviar el furor popular en otro sentido, como medio de neutralizarlo.

¡Luego vino la revolución!

El judío internacional, Kurt Eisner, comenzó a intrigar en Baviera contra Prusia. Dando al movimiento revolucionario bávaro un cariz deliberadamente hostil contra el resto de Alemania, no obraba ni en lo más mínimo animado del propósito de servir intereses de Baviera, sino, llanamente, como un ejecutor del judaísmo. Explotó los instintos y antipatías del pueblo bávaro para poder, por ese medio, desmoronar más fácilmente a Alemania. Pero pronto el Reich en ruina habría caído en manos del bolchevismo.

Óptimos frutos produjo el arte con que los agitadores bolcheviques supieron presentar la eliminación de la república del Consejo de Soldados como una victoria del "militarismo prusiano" sobre el pueblo bávaro "anti-militarista y antiprusiano". Cuando en Munich se realizaron alas elecciones para la dieta constituyente de Baviera, Kurt Eisner contaba en su favor escasamente con diez mil adeptos y el partido comunista apenas si llegaba a tres mil, en tanto que al producirse el fracaso de la república comunista, el número de ambos grupos había alcanzado ya un total aproximado de cien mil.

Desde aquella época, me empeñé personalmente en la lucha contra la descabellada agitación de los Estados alemanes entre sí. En toda mi vida no creo haber emprendido jamás obra más popular que aquella campaña mía de resistencia contra la animadversión existente contra Prusia. Durante el gobierno del consejo de soldados tuvieron lugar en Munich los primeros mítines donde se excitaba el odio contra el resto de Alemania, en especial contra Prusia, en una forma tal, que no sólo entrañaba peligro de vida para el alemán del Norte que se arriesgase a concurrir a un mitin de aquellos, sino que aquellas demostraciones concluían casi siempre con la estúpida vonciglería de "¡Abajo Prusia!", "¡Separémonos de Prusia!", ¡"Guerra a Prusia"!, etc., estado de ánimo que hallaba su expresión cabal en el grito de guerra de un "insuperable" representante de los altos intereses de Baviera en el Reichstag, que decía : Preferimos morir como bávaros antes que perecer como prusianos.

La campaña que yo había iniciado, apoyado, al principio, únicamente por unos cuantos de mis camaradas de la guerra, debió ser luego fomentada por el joven movimiento nacionalsocialista como un deber sagrado. Aun hoy me llena de orgullo poder decir que, en aquellos tiempos -contando sólo casi exclusivamente con nuestros correligionarios bávaros, dimos al traste, poco a poco, pero de modo seguro, con aquel brote separatista, mezcla de ignorancia y traición.

Obvio sería explicar que la agitación del sentimiento anti-prusiano, nada tenía que ver con el federalismo alemán. Desde luego, sorprendía el hecho de una "actividad federalista" empeñada en disolver o disgregar un Estado federal alemán ya existente. Un federalista sincero, para quien la concepción bismarckiana del Reich unido, no representara una mentida frase, mal podía, desear la disgregación del Estado prusiano, creado y perfeccionado por el mismo Bismarck, y menos, todavía, alentar abiertamente aspiraciones separatistas. No era contra los autores de la constitución de Weimar -que dicho sea de paso fueron en su mayoría alemanes del Sur y judíos-, contra quienes se dirigían las injurias y ataques de esos pseudo-federalistas; su acción iba contra los elementos representativos de la antigua Prusia conservadora, esto es, justamente contra lo antagónico del espíritu de Weimar. La circunstancia de que en aquella campaña se tuviera buen cuidado de no aludir a los judíos, no debe sorprendernos mayormente, pero nos dará la clave del enigma.

Así como antes de la revolución de 1918, el judío supo desviar de sus comités de aprovisionamiento o mejor dicho de sí mismo, la atención pública, aleccionando contra Prusia a las muchedumbres y en particular al pueblo bávaro, así también, después de la revolución, debía él cubrir de nuevo de cualquier modo el botín de su pillaje que, ahora, era diez veces mayor. Y otra vez ganó su juego, en este caso, sembrando rencillas y odios entre los elementos nacionales de Alemania; así intrigó a los bávaros de tendencia conservadora contra los prusianos no menos conservadores. El bávaro, no veía el Berlín de los cuatro millones de activos e incansables habitantes, sino aquel otro flojo y corrompido, de los más detestables barrios del Oeste. ¡Pero su odio no iba contra aquel mundo malsano; su objetivo era la ciudad "prusiana"!. ¡Aquello eral realmente desesperante!

Lentamente se inició un cambio en este estado de cosas. Es evidente que ya en el invierno de 1918-19, comenzó a dejarse sentir un algo colectivo que podía interpretarse como antisemitismo. Más tarde, gracias al impulso del movimiento nacionalsocialista, se abordó el problema judío de manera activa, ante todo, porque sacando este problema de la esfera limitada de círculos burgueses, se supo hacer de él, el motivo propulsor de un gran movimiento popular. Pero tan pronto como esto fue posible, el judío empezó a organizar su defensa. Volvió a recurrir a su vieja táctica. Con asombrosa celeridad, lanzó en el seno mismo del movimiento la chispa de la discordia y sembró así, el germen de la desunión. La única posibilidad de embargar la atención pública con otros problemas y detener el ataque concentrado contra el judaísmo, residía -dada la situación reinante- en promover la cuestión del ultramontanismo y provocar, de esta suerte, la consabida lucha entre el catolicismo y el protestantismo. Jamás podrán reparar el daño causado aquellos hombres que agitaron esta cuestión en el seno del pueblo alemán. En todo caso, el judío alcanzó el objetivo deseado: católicos y protestantes habían entrado en reñida controversia y el enemigo mortal del mundo ario y de la cristiandad toda, se reía ante sus mismas narices.

Considérese cuán funestas son las consecuencias que a diario trae consigo la bastardización judaica de nuestro pueblo y reflexiónese también de que este envenenamiento de nuestra sangre, sólo al cabo de siglos -o tal vez jamás- podrá ser eliminado del organismo nacional. Millares de nuestros conciudadanos pasan como ciegos ante el hecho del emponzoñamiento de nuestra raza, practicado sistemáticamente por el judío. Y las dos iglesias cristianas, -la católica y la protestante- se muestran ambas indiferentes frente a esta profanación y destrucción. Para el futuro de la humanidad, no radica la importancia del problema en el triunfo de los protestantes sobre los católicos, o de los católicos sobre los protestantes, sino en saber si la raza aria subsistirá o desaparecerá.

La situación de la iglesia en Alemania, no permite comparación alguna con Francia, España o Italia. En todos estos países se puede propagar, por ejemplo, la lucha contra el clericalismo o contra el ultramontanismo, sin correr el riesgo de que tal empeño resulte una disociación en el seno del pueblo francés, del español o del italiano. Cosa semejante, sería imposible en Alemania, porque seguramente los protestantes no tardarían en inmiscuirse en la lucha. Una crítica que en otros países sería sustentada exclusivamente por los católicos frente a las intromisiones de índole política cometidas por los dignatarios de su propia iglesia, en Alemania asumiría de hecho el carácter de una agresión del protestantismo contra el catolicismo. Así se explica que se pudiese soportar toda crítica, aunque fuese injusta, con tal de que viniera de sus propios feligreses, en tanto que se rechazara de plano en cuanto procediera de otro sector religioso.

Aquellos que, en el año de 1924, creyeron que la lucha contra el "ultramontanismo" constituía el supremo cometido del movimiento nacionalracista, no han destruido el ultramontanismo, pero sí han roto la unidad de la causa nacionalracista. También debo oponerme a admitir que en las filas de nuestro movimiento haya algún ingenio que suponga poder realizar lo que el mismo Bismarck no pudo. Será siempre el más alto deber de los dirigentes del nacionalsocialismo, combatir enérgicamente todo intento que tienda a poner el movimiento nacionalsocialista al servicio de aquellas luchas y separar ipso facto de nuestras filas a los propagandistas de propósitos semejantes. El más ferviente protestante puede alinearse al lado del más ferviente católico, sin que jamás surjan para él problemas de conciencia por su convicción religiosa. Por el contrario, la gigantesca lucha común que sostenían ambos contra el destructor del mundo ario les ha enseñado el respeto y la estimación mutuos. Y fue, precisamente en aquellos años, cuando el movimiento realizó una tenaz oposición contra el partido del Centro (partido Católico), no por motivos religiosos, sino exclusivamente por razones de índole nacional, racial y económica.

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La lucha entre el federalismo y el unitarismo, que tan astutamente supieron suscitar los judíos en los años 1919 a 1921, obligó al movimiento nacionalsocialista, aun siendo contrario a esta lucha, a definir también su posición frente a las cuestiones esenciales resultantes de dicha controversia. ¿Debía Alemania ser Estado federal o unitario? A mi modo de ver lo segundo me parece lo más importante.

¿Qué es un Estado federal?

Por un Estado federal, entendemos una asociación de países soberanos que, en virtud de su propia soberanía, se fusionan voluntariamente, renunciando, cada uno de ellos a favor del conjunto, a aquella parte de sus propias prerrogativas capaz de posibilitar y garantizar la existencia de la federación constituida.

Esta fórmula teórica no tiene en la práctica aplicación absoluta en ninguno de los Estados federales del mundo y aun menos, en los Estados Unidos de Norte América. No fueron los Estados los que constituyeron la unión Federal Americana, sino que fue esta la que, previamente, dio forma a una gran parte de esos llamados Estados. Los amplios derechos privativos conferidos o, mejor dicho, reconocidos a los diferentes territorios americanos, no sólo correspondían al carácter de esta confederación de países, sino que estaba, ante todo, en relación con la magnitud de sus dominios y la extensión de la superficie territorial del conjunto, que es casi la de un continente. Por eso, en el caso de la Unión Americana, no se puede hablar de la soberanía política de los Estados, sino únicamente de sus derechos o mejor dicho de sus privilegios determinados y garantizados constitucionalmente.

Tratándose de Alemania, tampoco tiene aplicación exacta la definición dada, y esto a pesar del hecho indudable de que los respectivos países, existieron antes aisladamente, constituidos como Estados soberanos, habiendo nacido de la reunión de ellos el Reich Alemán. Más, la formación del Reich, no se debió a la libre voluntad o a la cooperación de esos Estados, sino a la influencia de la hegemonía de uno sólo de ellos: Prusia. Desde luego, ya la sola gran diferencia territorial existente entre los diversos Estados alemanes, no permite establecer un paralelo v. gr. con la institución federal americana. Esa diferencia territorial entre los más pequeños Estados de antaño y los grandes o, mejor dicho, el mayor de todos, evidencia la desigualdad de capacidades y por otra parte, la falta de uniformidad del aporte de cada uno a la fundación del Reich, o sea a la constitución del Estado federal.

La cesión que los respectivos Estados hicieron de sus derechos de soberanía a favor de la creación del Reich, fue espontánea sólo en una mínima parte; por lo demás, prácticamente no existían tales derechos o si existieron, fueron llanamente anexionados bajo la presión del poder de Prusia. Bien es verdad que, en esto, Bismarck no partió del principio de dar al Reich todo lo que buenamente se hubiese podido tomar de los diversos Estados, sino que exigió de ellos únicamente aquello que para el Reich era indispensable; con un criterio, por cierto, a la par moderado y sabio: contemplaba por un lado con un respeto máximo las costumbres y la tradición, y por el otro, le granjeaba de este modo al nuevo Reich un mayor contingente de afección y de colaboración entusiasta por parte de cada uno de los estados confederados. Pero sería fundamentalmente erróneo querer atribuir este proceder de Bismarck a la convicción que él podía tener de que, con lo hecho, se hallaría el Reich, para todos los tiempos, en posesión de una suma suficiente de derechos soberanos. Bismarck por el contrario no tuvo tal convicción. Su propósito no fue otro que dejar para el futuro aquello que por el momento, era difícil de realizar y de sobrellevar. En efecto, con el tiempo, vino creciendo la soberanía del Reich a costa de la soberanía de los Estados confederados. El tiempo justifico la previsión de bismarck.

El desastre de Alemania en 1918 y la destrucción del Estado monárquico, precipitó el curso de este desarrollo. Si con la eliminación del régimen monárquico y de sus representantes, se había asestado un rudo golpe al carácter federal del Reich, aun más fuerte debió ser el efecto, al aceptar Alemania las obligaciones resultantes del tratado de "paz" de Versalles.

Era natural y lógico que los Estados confederados perdiesen toda soberanía sobre el control de sus finanzas, desde el momento en que al Reich se le impuso, como consecuencia de la guerra perdida, una obligación financiera que jamás habría llegado a cumplirse mediante contribuciones parciales de los Estados. Las medidas posteriores conducentes a la centralización de los servicios de correos y ferrocarriles, fueron consecuencias inevitables de la esclavización de nuestro pueblo, paulatinamente iniciada por los tratados de paz.

El Reich de Bismarck era libre y estaba exento de obligaciones exteriores. No pesaban sobre él cargas financieras tan graves y al propio tiempo tan improductivas, como lo es la del Plan Dawes para la Alemania actual. Su incumbencia, en el interior, se limitaba a aspectos contados y absolutamente necesarios. Es natural que así se pudiera renunciar a mantener una administración financiera propia y vivir de las contribuciones de los Estados confederados; y es natural que corroborase admirablemente el sentimiento de adhesión de los Estados hacia el Reich, el hecho de que éstos continuaran en el ejercicio del derecho soberano de administrar sus propias rentas, aparte de la circunstancia de que, relativamente, era poco elevada la cifra de sus contribuciones al Reich.

El Estado alemán de la posguerra, se ve, pues ahora obligado, para poder subsistir, a cercenar cada vez más los privilegios de los respectivos países del Reich, no solamente por razones de índole material, sino también de orden ideal. Al exigir de sus súbditos hasta el último tributo, como consecuencia de su política financiera de exacción, este Estado tiene necesariamente que privarles también hasta de los últimos derechos, si es que no quiere que el descontento general conduzca un día al estallido de una rebelión.

En contestación al estado de cosas anteriormente reflejado, nosotros, los nacionalsocialistas, tenemos una regla fundamental que observar: Un Reich nacional y vigoroso que en su política exterior cuide y proteja en el más amplio sentido, los intereses de sus súbditos, puede ofrecer libertad interna sin riesgo para la estabilidad del Estado. Pero bajo otras circunstancias, un gobierno nacional fuerte puede también llegar a coartar considerablemente las libertades individuales lo mismo que las de los países confederados, sin detrimento de la idea del Reich y siempre que el ciudadano reconozca en estas medidas un medio hacia la grandeza nacional.

Es indiscutible que todos los Estados del mundo tienden en su organización interna a una cierta centralización administrativa, y Alemania no será en esto una excepción a la regla. La importancia particular de cada uno de ls países que forman una confederación, disminuye crecientemente tanto en el ramo de comunicaciones, como en el de orden administrativo. El tráfico y la técnica modernos, reducen de día en día, distancias y extensiones. Quien se inhiba de las consecuencias resultantes de hechos consumados, será, pues, un rezagado.

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Si bien parece natural un cierto grado de centralización, sobre todo en los servicios de comunicaciones, no menos natural consideramos los nacionalsocialistas el deber de asumir una firme actitud contra una evolución semejante en el Estado actual, cuando las medidas pertinentes no buscan otro objetivo que el de cohonestar y facilitar una política exterior desastrosa. Justamente porque el Reich actual ha procedido a la llamada estatización de los ferrocarriles, correos, finanzas, etc., no obedeciendo a razones de elevado interés nacional, sino únicamente a la finalidad de tener en sus manos los recursos y la garantía necesarias para satisfacer su política de condescendencia con los Aliados, debemos los nacionalsocialistas hacer cuanto esté a nuestro alcance para obstaculizar y si es posible impedir la realización de una tal política.

Pero obrando así, nuestra norma será siempre de noble política nacional y jamás de tendencia mezquina y particularista.

Esta consideración, es indispensable para evitar que, entre nuestros correligionarios, surja la creencia de que nosotros los nacionalsocialistas tratamos de negarle al Reich el derecho de encarnar una soberanía mayor que la de los Estados que lo forman. Sobre este derecho no puede ni debe existir entre nosotros duda alguna, pues, Desde el momento en que el Estado en sí no significa para nosotros más que una forma, siendo lo esencial su contenido, es decir, la nación, el pueblo, claro está que todo lo demás, tiene que subordinarse obligadamente a los soberanos intereses de la nación. Ante todo, dentro del conjunto nacional representado por el Reich no podemos tolerar la autonomía política o el ejercicio de soberanía de ninguno de los Estados en particular. Un día ha de acabar y acabará el desatino de mantener, por parte de los Estados confederados, sus llamadas representaciones diplomáticas en el exterior y entre ellos mismos. Mientras subsistan anomalías semejantes, no hay porqué asombrarse de que el extranjero ponga siempre en duda la estabilidad del Reich y obre de acuerdo con ello.

De todos modos, la importancia de los diversos países del Reich, tendrá en el futuro que gravitar, con preferencia, en el campo de la actividad cultural. El monarca que más hizo por el prestigio de Baviera no fue ningún testarudo particularista, contrario al sentimiento unitario nacional, sino un hombre que, junto a su afección por el Arte, aspiraba a la gran patria alemana - el Rey Luis I.

Por encima de todo, se cuidará de preservar al ejército de influencias regionalistas. El Estado nacionalsocialista venidero, no deberá caer en el pasado error, de atribuir a la institución armada un cometido que no le corresponde ni puede ser propio de ella.

El ejército alemán no está en el Reich para servir de escuela a la conservación de peculiarismos regionales, sino más bien para formar una institución donde todos los alemanes, aprendan a comprenderse recíprocamente y a adaptarse los unos a los otros. Todo aquello que en la vida nacional pudiera significar antagonismo, ha de saberlo allanar el ejército obrando como el factor de unificación. Deberá, además, sacar al joven conscripto del horizonte estrecho de su campanario y situarlo en el ambiente de la nación. No serán las fronteras de su terruño las que él vea; sino las de la patria, pues, son éstas las que un día tendrá él que defender. Por eso, es improcedente dejarlo en su propio terruño en lugar de hacer que conozca otras partes de Alemania durante el tiempo de su servicio militar.

La doctrina nacionalsocialista no está llamada a servir aisladamente los intereses políticos de determinados Estados en la confederación del Reich, sino que aspira a ser un día la soberana de toda la nación. Ella tendrá que reorganizar y orientar la vida de un pueblo, y, por tanto, atribuirse imperativamente el derecho de pasar sobre fronteras establecidas por una evolución política que nosotros condenamos.


CAPÍTULO ONCE

Propaganda y organización

Inmediatamente después de haber ingresado en el partido obrero alemán, tomé a mi cargo la dirección de la propaganda. Consideraba este ramo como el más importante del momento. La propaganda debía preceder a la organización y ganar a favor de ésta el material humano necesario a su actividad. Siempre fui enemigo de métodos de organización precipitados y pedantes, porque generalmente el resultado no es otro que un mecanismo muerto.

Por dicha razón, conviene más difundir previamente una idea mediante la propaganda dirigida desde una central durante un cierto tiempo y luego examinar el material humano paulatinamente reclutado, estudiándolo cuidadosamente a fin de seleccionar a los más capacitados para dirigentes. No será raro observar de esta manera, que algunos de los elementos aparentemente insignificantes, merecen considerarse como hombres que reúnen condiciones para Führer.

Sería totalmente erróneo querer encontrar en el acopio de conocimientos teóricos, las pruebas características de aptitud y competencia inherentes a la condición de Führer.

Con frecuencia ocurre lo contrario.

Los grandes teorizantes, sólo muy raramente son también grandes organizadores, y esto porque el mérito del teorizante y del programático reside, en primer término, en el conocimiento y definición de leyes exactas de índole abstracta, en tanto que el organizador tendrá que ser ante todo un psicólogo.

Más raro todavía es el caso de que un gran teorizante sea al mismo tiempo un gran Führer. Para ello tiene más capacidad el agitador -y se explica-, aunque esta verdad la oigan con desagrado muchos de los que se consagran con exclusividad a especulaciones científicas. Un agitador, capaz de difundir una idea en el seno de las masas, será siempre un psicólogo, aun en el caso de que no fuese sino un demagogo. En todo caso, el agitador podrá resultar un mejor Führer que un teorizante abstraído del mundo y extraño a los hombres. Porque conducir significa: saber mover muchedumbres.

El don de conformar ideas, nada tiene de común con la capacidad propia del Führer. Obvio sería discutir qué es lo que tiene mayor importancia: ¿o concebir ideales y plantear finalidades de la humanidad o realizarlas? Como pasa a menudo en la vida, también en este caso, lo uno y lo otro. La más bella concepción teórica quedará sin objetivo ni valor práctico alguno si falta el Führer que mueva las masas en aquel sentido. E inversamente ¿de qué serviría la genialidad del Führer y todo su empuje, si el teorizante ingenioso no precisase de antemano los fines de la lucha humana? Pero lo más raro, en este planeta, es hallar encarnados en una misma persona, al teorizante, al organizador y al Führer. Esta conjunción, es la que revela al hombre grande.

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Como ya dije, durante la primera época de mi actividad en el movimiento, me dediqué por entero a la propaganda. Gracias a ella, debió crearse, poco a poco, un pequeño núcleo de hombres imbuidos en la nueva doctrina, formando así el material que después iba a dar los primeros elementos básicos de una organización.

El cometido de la propaganda, consiste en reclutar adeptos, en tanto que el de la organización es ganar miembros.

Adepto a una causa, es aquel que declara hallarse de acuerdo con los fines a que tiende la misma; miembro es el que lucha por ella.

La adhesión radica en el solo conocimiento de la idea, mientras que ser miembro supone el coraje de representar personalmente la verdad reconocida como tal y propagarla.

El conocimiento en su forma pasiva corresponde a la mentalidad de la mayoría humana que es negligente y cobarde; el ser miembro obliga a la acción y es propio únicamente de la minoría.

Según eso, la propaganda tendrá que laborar incesantemente a fin de ganar adeptos. Y la organización concretarse rigurosamente a seleccionar del conjunto de los adeptos sólo a los más calificados para conferirles la calidad de miembros.

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La propaganda orienta la opinión pública en el sentido de una determinada idea y la prepara para la hora del triunfo, en tanto que la organización pugna por ese triunfo mediante la cohesión activa, constante y sistemática de aquellos correligionarios que revelan disposiciones y aptitudes para impulsar la lucha hasta un final victorioso.

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El triunfo de una idea, será posible tanto más pronto cuanto más vastamente haya obrado en la opinión pública la acción de la propaganda y cuanto mayor haya sido también el exclusivismo, la rigidez y la firmeza de la organización, que es la que prácticamente sostiene la lucha.

Se infiere de esto que el número de adeptos jamás podrá ser demasiado grande; el número de miembros, en cambio, es susceptible de resultar más fácilmente demasiado grande, que demasiado pequeño.

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El éxito decisivo de una revolución ideológica ha de lograrse siempre que la nueva ideología sea inculcada a todos e impuesta después por la fuerza, si es necesario. Por otra parte, la organización de la idea, esto es, el movimiento mismo, deberá abarcar solamente el número de hombres indispensable al manejo de los organismos centrales en el mecanismo del Estado respectivo.

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El supremo deber de la organización estriba en velar para que posibles divergencias surgidas en el seno de los miembros del movimiento, no conduzcan a una división y con ello, a un debilitamiento de la labor del conjunto. Debe cuidar, además, de que el espíritu de acción no desaparezca, sino más bien se renueve y se consolide constantemente.

Las organizaciones, es decir, los conjuntos de miembros que sobrepasan un cierto límite, pierden paulatinamente su fuerza combativa y no son capaces de impulsar con interés y dinamismo la propaganda de una idea y menos de saber utilizarla convenientemente.

Por eso es esencial que en el momento en que el éxito se ha puesto del lado del movimiento, éste -obrando por simple instinto de conservación- suspende automáticamente la admisión de nuevos miembros y amplifique en el futuro su organización sólo a base de sumo cuidado y minucioso examen de los respectivos elementos. Únicamente así podrá el movimiento mantener su núcleo incólume y sano. Luego, hará que bajo tales circunstancias, sea exclusivamente este núcleo el que guíe y conduzca el movimiento, es decir, el que determine la propaganda destinada a lograr que se le reconozca universalmente y que -como dueño del poder- adopte procedimientos necesarios a la realización práctica de sus ideas.

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Todos los grandes movimientos, sean de índole religiosa o política, debieron su éxito de imposición al conocimiento y aplicación de estos principios; sobre todo, no se conciben éxitos perdurables sin la observancia de tales leyes.

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Como dirigente de la propaganda del partido, me esforcé no solamente en preparar el terreno para el gran desarrollo ulterior de nuestro movimiento, sino que gracias a un criterio radical en esta labor, me empeñé también por que la organización recibiera siempre los mejores elementos; ya que cuanto más extrema y fustigante era mi propaganda, tanto más atemorizados se sentían los débiles y tímidos, impidiéndose de esta suerte su ingreso en el núcleo central de nuestra organización.

¡Y en verdad, fue así!

Hasta mediados de 1921, bastó para la iniciación del movimiento, aquella actividad puramente propagandística. En el verano del mismo año, sucesos especiales aconsejaron la conveniencia de adaptar la organización al éxito cada vez más evidente de la propaganda.

En los años de 1919 y 1920, se hallaba a cargo de la dirección del movimiento, un comité elegido por las asambleas de miembros, las cuales a su vez estaban prescritas por los estatutos del partido. Ese comité encarnaba, aunque resultase paradójico, precisamente aquello que el movimiento se proponía combatir con todo rigor: el parlamentarismo.

Las sesiones del comité, de las cuales se llevaba protocolo y donde las resoluciones eran adoptadas por mayoría, representaban realmente un parlamento en pequeño.

Semejante absurdo no comulgaba conmigo y muy pronto dejé de asistir a las reuniones. Cumplía con mi deber de propaganda y esto era todo, por lo demás, no admitía que ningún ignorante tratase de inmiscuirse en mi ramo, de la misma manera que yo tampoco intentaba arrogarme ingerencias en las atribuciones de los demás.

Aquel absurdo debió tocar a su fin en el momento en que, aprobados los nuevos estatutos y llamado a ocupar la presidencia del partido, contaba yo con la autoridad suficiente.

El presidente es responsable de la marcha de todo el movimiento. Le incumbe la distribución de labores entre los miembros del comité, dependiente de él, y entre los colaboradores que fuesen necesarios. Cada uno, a su vez, es responsable único del cometido que se le confíe y está directamente subordinado al presidente, el cual debe velar por la cooperación de todos, ya sea seleccionando elementos o dando directivas generales.

Esta ley de la responsabilidad, como cuestión de principio, se hizo poco a poco carne dentro del movimiento.

Un movimiento que, en una época donde reina la norma mayoritaria en todo, acate el principio de la autoridad del Führer y la responsabilidad inherente a este principio, superará un día con seguridad matemática el estado subsistente y será el vencedor.

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En diciembre de 1920 tuvo lugar la adquisición del "Völkischer Beobachter". Este periódico que, como su nombre indica, defendía en general los intereses nacionalracistas, debía ahora convertirse en el órgano oficial del partido. Durante el primer tiempo aparecía dos veces por semana; en 1923, como publicación diaria y, finalmente en agosto, adoptó el formato conocido que hoy tiene.

Daba mucho que pensar el hecho de que, frente al poderío de la prensa judía, no existiese casi ningún periódico nacionalista de importancia efectiva. En gran parte esto era atribuible -como más tarde tuve ocasión de constatar personalmente en infinidad de casos prácticos- a la contextura comercial poco hábil de las empresas de índole nacionalracista en general. Se dejaban absorber demasiado por el criterio de que la convicción debía privar sobre el esfuerzo productivo; un punto de vista totalmente errado, si se tiene en cuenta que precisamente el esfuerzo productivo es el que representa la más bella expresión del modo de pensar, que no debe tener nada de externo y superficial.

Si honesto era el contenido del "Völkischer Beobachter", la administración de la empresa era comercialmente imposible. También aquí partíase de la opinión errada de que los periódicos nacionalracistas debían ser sostenidos mediante contribuciones voluntarias de los círculos nacionalracistas, en lugar de reflexionar que, al fin y al cabo, un periódico tiene que abrirse paso en competencia con los demás y que es indigno querer cubrir negligencias o errores de la gerencia de la empresa, por medio de donativos de patriotas bien intencionados.

Por mi parte, me esforcé por innovar aquel estado de cosas, de cuya gravedad me había dado cuenta, y la casualidad favoreció mi propósito, permitiéndome conocer al hombre que, desde entonces, ha prestado meritísimos servicios a la causa nacionalracista, no sólo como gerente de la empresa, sino también como el administrador del partido. En 1914, es decir, en el frente, había conocido (entonces era yo subordinado suyo) a este nuestro actual gerente. Max Amann. Durante los cuatro años de la guerra, tuve ocasión de observar casi constantemente las extraordinarias condiciones de capacidad, diligencia y escrupulosidad que caracterizaban al que después debió ser mi colaborador.

Cuando en el verano de 1921, nuestro movimiento atravesaba una difícil crisis y me hallaba descontento del trabajo de algunos empleados, especialmente de uno de ellos, de muy pésimo recuerdo, apelé a mi antiguo camarada de regimiento, pidiéndole que tomara a su cargo la administración del partido. Amann ocupaba por entonces una posición respetable y sólo después de larga reflexión, se decidió a aceptar mi llamada, aunque bajo la expresa condición de reconocer la autoridad de uno solo y no ponerse jamás a merced de un comité de sabihondos.

Corresponde al mérito perdurable de este nuestro primer gerente, hombre de amplia preparación comercial, el haber introducido corrección y orden en el mecanismo administrativo del partido, quedando desde entonces estas características como ejemplares. Se trabajaba cual en una empresa privada: el personal de empleados debía distinguirse por su propio esfuerzo y de nada valía tratar de cobijarse en la calidad de correligionario. Es natural que un movimiento que tan acremente reprueba la corrupción política reinante en la administración del Estado marxista, tenga que mantener exento de vicios su propio aparato administrativo.

El año 1921 tuvo, además, la trascendencia de que en mi calidad de presidente del partido, conseguí, poco a poco, anular en nuestras diversas reparticiones, la influencia de un sinnúmero de miembros del comité. Había gentes dominadas por el prurito de la crítica y que vivían en una especie de permanente preñez de excelentes planes, ideas, proyectos, métodos, etc. Su mayor y máxima aspiración era, generalmente, constituir un comité de control que no tenía otro fin que espiar el trabajo honrado de los demás.

El procedimiento más eficaz para neutralizar tan inútiles comités que no hacían más que incubar resoluciones prácticamente irrealizables, consistía en encomendarles un trabajo efectivo cualquiera. ¡Qué risible era entonces ver como se esfumaba insensiblemente todo ese conjunto de individuos! Esto me hacía pensar en el Reichstag. Con qué presteza desaparecerían también de allí todos los señores diputados, si en lugar de su locuacidad se les impusiese una labor positiva, es decir, un trabajo que tuviese que ser realizado bajo la responsabilidad personal de cada uno de esos bladrones!

En el curso de dos años, conseguí difundir más y más mi modo de pensar y hoy el movimiento nacionalsocialista está plenamente compenetrado con él.

El éxito material de aquel método mío de organización, quedó revelado el 9 de noviembre de 1923. Cuando cuatro años atrás ingresé en el movimiento, no se disponía ni de un simple sello: cuatro años más tarde -al producirse la disolución del partido y la confiscación de sus bienes- nuestro activo económico, incluyendo los objetos de valor y el periódico, ascendía a la suma de 170.000 marcos oro.

 

CAPÍTULO DOCE

El problema de los sindicatos obreros

En nuestro propósito de estudiar aquellos métodos que más pronto y más fácilmente podían abrir a nuestro movimiento el camino hacia el corazón de las masas, tropezábamos siempre con la objeción de que el obrero jamás llegaría a pertenecernos enteramente, mientras la representación de sus intereses de orden profesional y económico continuase en manos de individuos y de organizaciones políticas de orientación diferente.

Ya en la primera parte de este libro, he emitido mi opinión acerca del carácter, objetivo y conveniencia de los sindicatos obreros. Sostuve el punto de vista de que mientras no cambie -sea por efecto de medidas proteccionistas del Estado (generalmente infructuosas) o gracias a la influencia de una nueva educación-, la actitud que el patrón mantiene frente al obrero, no le quedará a éste otro recurso que asumir por sí solo la defensa de sus intereses, fundándose en el derecho que tiene como factor igualmente necesario en la vida económica de la nación. Subrayé además, que esto respondía en absoluto a la conveniencia de la comunidad toda, si es que por tal procedimiento se lograba ahorrar al conjunto nacional los graves daños resultantes de las injusticias sociales. Esta necesidad -dije también- tendrá que considerarse como justificada mientras, entre los patronos, existían hombres no sólo faltos de todo sentimiento para con los deberes, sino carentes de comprensión hasta para los más elementales derechos humanos.

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Cuatro son las preguntas que nos habíamos planteado a este respecto:

I) ¿Son necesarios los sindicatos obreros?

A mi modo de ver, dentro del estado de cosas actual, son indispensables y se cuentan entre las más importantes instituciones económicas de la nación.

II) ¿Deberá la NSDAP organizar por sí misma sindicatos obreros o inducir a sus miembros a participar en cualquier forma de la actividad sindicalista?

El movimiento nacionalsocialista, que ve el objetivo de su lucha en la erección del Estado racial-nacionalsocialista, debe estar persuadido de que todas las instituciones de ese futuro Estado, tienen que emerger necesariamente del seno del movimiento mismo. Será el mayor de los errores creer que la sola posesión del mando y sin contar de antemano con un cierto contingente de hombres preparados, sobre todo ideológicamente, haga que ipso ipso y de la nada, pueda llevarse a cabo un nuevo plan de reorganización. También aquí tiene valor intrínseco el principio de que la forma exterior, de fácil creación mecánica, es siempre menos importante que el espíritu encarnado en esta forma.

Por tanto, no se debe imaginar que súbitamente han de extraerse de una cartera los proyectos destinados a una nueva estructuración del Estado, para luego desde "arriba" ponerlos en práctica por virtud de un mero decreto. Se puede, naturalmente, ensayar, pero, el resultado no será viable y a menudo aparecería tan sólo como un "niño muerto al nacer". Esto me recuerda el origen de la Constitución de Weimar y la tentativa de obsequiar al pueblo alemán, juntamente con aquella constitución con una nueva bandera que no tenía la menor relación con la historia de nuestro pueblo durante los últimos cincuenta años.

También el Estado nacionalsocialista tiene que ponerse a cubierto de experimentos semejantes. Podrá emerger únicamente de una organización ya existente desde tiempo atrás y que encarne el espíritu de su esencia misma, para crear un vital Estado nacionalsocialista.

Desde luego, ya este elevado punto de vista, obliga a nuestro movimiento a reconocer la necesidad de desplegar una actividad propia, cuando se trata de la cuestión sindicalista.

III) ¿Qué carácter deberá revestir un sindicato obrero nacionalsocialista? ¿Cuáles son sus fines y cuáles nuestras obligaciones?

La institución sindicalista dentro del nacionalismo no es un órgano de lucha de clases, sino un portavoz de representación profesional. El Estado nacionalsocialista no distingue "colases" y conoce, en el sentido político, únicamente ciudadanos con derechos absolutamente iguales y consiguientemente con deberes generales iguales; y junto al ciudadano al súbdito que carece por entero de derechos políticos.

El sindicalismo en sí, no es sinónimo de "antagonismo social"; es el marxismo quien ha hecho de él un instrumento para su lucha de clases

El marxismo creó con ello el arma que emplea el judío internacional para destruir la base económica de los Estados nacionales, libres e independientes, y lograr, de este modo, la devastación de sus industrias y de su comercio nacionales, tendiendo a la postre a esclavizar pueblos autónomos para ponerlos al servicio de la finanza judía que no conoce fronteras entre los Estados.

El sindicalismo nacionalsocialista, por el contrario, tiene, gracias a la concentración organizada de ciertos grupos de elementos que participan en el proceso económico de la nación, el deber de acrecentar la seguridad de la economía nacional y de reforzarla mediante la extirpación correctiva de todas aquellas anomalías que, a fin de cuentas, ejercen una influencia destructora sobre el organismo nacional, dañando la vitalidad del pueblo y con ello, la del Estado mismo, para determinar, por lo tanto, la catástrofe de toda la economía.

El obrero nacionalsocialista debe saber que la prosperidad de la economía nacional, significa su propia felicidad material. Por su parte, el patrón nacionalsocialista debe estar persuadido de que la felicidad y el contento de sus obreros son condición previa para la existencia y el incremento de su propia capacidad económica. Ambos, patronos y obreros nacionalsocialistas, son los representantes y administradores del conjunto de la comunidad nacional.

Para el sindicalismo nacionalsocialista, la huelga es un recurso que puede y que ha de emplearse sólo mientras no exista un Estado racial nacionalsocialista, encargado de velar por la protección y el bienestar de todos, en lugar de fomentar la lucha entre los dos grandes grupos -patronos y obreros- y cuya consecuencia, en forma de la disminución de la producción, perjudica siempre los intereses de la comunidad. Incumbe a las cámaras de economía la obligación de garantizar el ininterrumpido funcionamiento de la actividad económica nacional, subsanando necesidades y corrigiendo anomalías. Lo que hoy implica una lucha de millones mañana encontrará solución en las cámaras profesionales y en un parlamento económico central. Dejarán de estrellarse los unos contra los otros -obreros y patronos- en la lucha de salarios y tarifas, que daña a ambos, y de común acuerdo, arreglarán sus divergencias ante una instancia superior imbuida en la luminosa divisa del bien de la comunidad y del Estado.

El objetivo del sindicalismo nacionalsocialista, reside en la educación y preparación hacia ese fin, que puede definirse así: El trabajo común de todos en pro de la conservación y seguridad de nuestro pueblo y de su Estado, conforme a las aptitudes y energías de cada uno, desarrolladas en el seno de la comunidad nacional.

IV) ¿Cómo llegaremos a organizar los sindicatos obreros?

Generalmente es más fácil edificar en terreno nuevo que en uno antiguo donde ya existe una obra similar. Desde luego, sería absurdo suponer un sindicato obrero nacionalsocialista, junto a otros sindicatos obreros de índole diferente. Tampoco existe la posibilidad de un entendimiento o de un compromiso hermanando tendencias parecidas, sino únicamente el imperio del derecho absoluto y exclusivo.

Había dos procedimientos para lograr esta afinidad:

a) Se podía fundar una institución sindicalista propia para luego hincar la lucha contra el sindicalismo internacional marxista, o
b) Penetrar en el seno de los sindicatos marxistas y tratar de saturarlos del nuevo espíritu y transformarlos en instrumentos de la nueva ideología.

Aquí imponíase aplicar la experiencia de que, en la vida, resulta preferible dejar de lado una cosa, antes de hacerla mal o a medias por falta de elementos apropiados.

Rechacé de plano todos aquellos experimentos que tenían por descontado el fracaso. Habría considerado un crimen restarle al obrero, de su miserable salario, una cierta suma destinada al fomento de una institución de cuya utilidad, en provecho de sus miembros, yo no estaba persuadido.

En 1922, procedimos de acuerdo con este criterio. Otros partidos creyeron solucionar el problema fundando sindicatos obreros. A nosotros se nos echaba en cara, como el signo más claro de nuestra concepción errónea y limitada, el hecho de que no tuviésemos una tal organización. Pero estas agrupaciones sindicalistas no tardaron en desaparecer de modo que, el resultado final, fue el mismo que en nuestro caso, sólo, con la diferencia de que nosotros no habíamos defraudado a nadie ni nos habíamos engañado a nosotros mismos.

 

CAPÍTULO TRECE

La política aliancista de Alemania después de la guerra

El desconcierto reinante en el manejo de los asuntos exteriores del Reich, debido a la falta de directivas fundamentales para una política aliancista conveniente, no sólo continuó después de la guerra, sino que llegó a alcanzar caracteres peores. Si antes de 1914 podía considerarse en primer término como origen de nuestros errores de política externa, la confusión de conceptos políticos, en la posguerra la causa residía en la ausencia de un sincero propósito. Era natural que aquellos círculos que habían logrado con la revolución su objetivo destructor no tuviesen interés en realizar una política aliancista que tendiera a restablecer la autonomía del Estado alemán.

Mientras el partido obrero alemán nacionalsocialista no pasó de ser una agrupación pequeña y poco conocida, los problemas de la política exterior podían parecerles de importancia secundaria a muchos de nuestros correligionarios. Debíase esto sobre todo al hecho de que justamente nuestro movimiento sostuvo y sostiene siempre, en principio, la convicción de que la libertad exterior no viene del cielo ni menos es el resultado de fenómenos naturales, sino más bien, eternamente, el fruto del desarrollo de fuerzas interiores propias. Únicamente la eliminación de las causas del desastre de 1918 y la anulación de los que con ella se beneficiaron, podrá establecer la base de nuestra lucha libertaria.

Pero tan pronto como el marco de ese pequeño e insignificante círculo cobró amplitud y la joven institución adquirió la importancia de una asociación, debió surgir lógicamente la necesidad de definir posiciones frente a los problemas de la política exterior del Reich. Había que fijar directivas que no solamente no resultasen contrarias a las concepciones fundamentales de nuestra ideología, sino que fuesen la expresión de ésta.

El principio básico y esencial que siempre debemos tener presente al tratar esta cuestión es el de que también la política exterior no es más que un medio hacia un fin, pero un fin al servicio de nuestra propia nacionalidad. Ninguna consideración de política externa podrá hacerse desde otro punto de vista que no sea la reflexión siguiente: ¿La acción propuesta beneficiaría a nuestro pueblo, ahora o en el porvenir, o bien le será perjudicial?

He aquí la única opinión preconcebida que debe ponerse en juego cuando d esta cuestión se trata. Puntos de vista de política partidista, de orden religioso, humano y, en general, de cualquier otra índole, quedan totalmente fuera de lugar.


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Si antes de la guerra fue objetivo de la política exterior de Alemania asegurar el sustento de nuestro pueblo y de sus hijos, preparando los caminos que conducían a este fin, así como ganando el concurso de aliados convenientes, hoy el problema es el mismo con una sola diferencia: En la anteguerra el lema era la conservación del acervo nacional alemán a base del poderío que encarnaba el estado existente. Ahora se trata de restituirle previamente a la nación, en forma de un Estado libre, la fuerza que necesita como condición esencial hacia la realización posterior de una política externa práctica en el sentido de garantizar la conservación, el desarrollo y el sustento de nuestro pueblo en el futuro.

En otros términos: La finalidad de una política exterior alemana en el presente, tiene que tender a recobrar la libertad para el mañana.

La cuestión de la reintegración de los territorios que perdió un estado será siempre, en primer término, la cuestión del restablecimiento del poder político y de la autonomía de la madre patria. Por eso en un caso dado, los intereses de tales territorios tienen que ser relegados sin miramiento frente al interés único de recobrar la libertad del territorio central.

No por virtud de ardorosas protestas, sino por la acción de una espada de golpe contundente, vuelven al seno de la patria común los países oprimidos.

Forjar esta espada es obra de la política interior del gobierno de una nación: garantizar ese proceso y buscar aliados, es tarea que incumbe a la política exterior.

En la primera parte de este libro he impugnado la deficiencia de nuestra política aliancista de la anteguerra. De las cuatro posibilidades de entonces, que tendían a la conservación y el sustento del pueblo alemán, se había elegido la última que era la peor de todas. En lugar de una sana política colonial y comercial, que fue tanto más descabellada por haberse creído que así se podía esquivar un conflicto armado. Se quiso simultáneamente tomar asiento en todas las sillas y el resultado no pudo ser otro que el de caer al suelo entre dos de ellas. El estallido de la guerra vino a constituir el último testimonio de la errada política internacional del Reich.

El buen camino hubiera sido en aquel tiempo, el que ofrecía la tercera posibilidad: Consolidación continental del Reich mediante la adquisición de nuevos territorios en Europa.

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Como no se quería saber nada en absoluto de una preparación sistemática para la guerra se renunció a la expansión territorial en Europa y se sacrificó -dedicándose a la política colonial y comercial- la posibilidad de aliarse con Inglaterra, sin buscar tampoco, como era lógico el apoyo de Rusia, y es así cómo Alemania acabó por caer en la guerra mundial abandonada de todos salvo de la decadente monarquía de los Habsburgo.

Un sereno examen de las condiciones actuales del poderío político europeo, conduce a la siguiente conclusión:

Desde hace trescientos años la historia de nuestro continente ha sido notablemente influenciada por las miras políticas de Inglaterra, dirigidas a asegurarse indirectamente, mediante la relación de fuerzas de compensación recíproca, entre los Estados europeos, el apoyo conveniente para el logro de los grandes fines de su política mundial.

La tendencia tradicional de la diplomacia británica, comparable, en Alemania, únicamente con la tradición del ejército prusiano, obró sistemáticamente desde la época del gobierno de la reina Elisabeth, en el sentido de impedir por todos los medios, y si era necesario también por las armas, que una potencia europea sobrepasase del marco general de las demás naciones. Los medios de fuerza que Inglaterra solía emplear en tales casos, variaban según la situación y el cometido propuesto, en tanto que su decisión y su entereza permanecían siempre inalterables. Producida la independencia política de sus dominios coloniales en Norte América, Inglaterra redobló sus esfuerzos a fin de consolidar la garantía de su seguridad en Europa. Fue así como después del aniquilamiento de España y los Países Bajos, como potencias marítimas, el Estado inglés concentró todas sus energías contra Francia ávida de supremacía, hasta que con la caída de Napoleón I pudo considerarse descartado el peligro de la hegemonía de esta potencia militar tan temible para Inglaterra.

El cambio de frente de la política inglesa en contra de Alemania se operó paulatinamente debido, por una parte, a la circunstancia de que faltando una unidad nacional alemana, no existía desde luego un peligro evidente para Inglaterra, y por otra, al hecho de que la opinión pública de un país, convenientemente influenciada hacia un determinante propósito, sólo puede adaptarse poco a poco a los fines de una nueva política.

Ya el resultado de la guerra franco-prusiana de 1870-1871, había definido la posición de Inglaterra. Sencillamente Alemania no supo aprovecharse de las fluctuaciones que en varias oportunidades sufriera la orientación inglesa a causa de la importancia económica que adquirían los Estados Unidos y el desarrollo del poderío ruso en Europa; y así fue acrecentándose cada vez más la tendencia primitiva de la política británica.

Inglaterra veía en Alemania una potencia cuya significación comercial y con ella su posición en la política mundial -debido ante todo a su enorme industrialización- había aumentado en una medida tal, que ya podía nivelarse el poderío político y comercial de ambas naciones. La conquista "pacífico-económica" del mundo, considerada por nuestros gobernantes como la última palabra de la suprema sabiduría, fue para la política inglesa el punto de partida de la resistencia organizada en contra. El que esa resistencia se manifestara en forma de una acción amplia y sistemática, respondía plenamente al carácter de una política cuya finalidad no consistía en el mantenimiento de una paz mundial dudosa, sino en la consolidación de la hegemonía británica en el orbe. Asimismo respondía a su prudencia tradicional en el modo de apreciar la capacidad del adversario y el justo cálculo de la propia momentánea impotencia, el hecho de que Inglaterra buscara el concurso de todos los Estados que desde el punto de vista militar, podían ser convenientes a su política. Pero no es posible calificar de "inescrupulosa" esta conducta ya que el vasto preparativo que requiere una guerra no se juzga por aspectos contemplativos, sino por los de orden utilitario. Obra de la diplomacia de un pueblo es velar por que éste no sucumba por mero heroísmo, sino que sea conservado prácticamente. Todo medio que conduzca a esta finalidad ha de ser apropiado, y el no emplearlo deberá considerarse como una criminal omisión en el cumplimiento del deber.

La revolución alemana de 1918, fue, para la política inglesa, el desahogo de la preocupación que la amenaza de una hegemonía germánica en el mundo, había creado contra la tranquilidad de la Gran Bretaña.

A partir de ese momento Inglaterra tampoco tuvo ya interés en que Alemania desapareciese del mapa de Europa; por el contrario, el tremendo desastre alemán de aquellos días de noviembre de 1918 colocó a la diplomacia inglesa frente a una nueva situación inesperada:

¡Alemania vencida y Francia elevada a la categoría de la primera potencia continental de Europa!

El aniquilamiento del poderío alemán no debía sino refluir en provecho de los enemigos de Inglaterra. Sin embargo, en el trascurso de noviembre de 1918 al verano de 1919 ya no era posible un nuevo cambio de frente de la política inglesa que en el curso de la larga guerra, pusiera tantas veces a prueba el fanatismo y las energías de la gran masa de su pueblo. Francia se había atribuido el derecho de obrar y podía imponer su voluntad. La única nación que en aquellos meses de negociaciones y de regateos hubiese podido determinar un cambio en aquel estado de cosas, era Alemania misma que sufría las convulsiones de la guerra civil y que por boca de sus pseudoestadistas, proclamaba una y mil veces hallarse dispuesta a aceptar cualquier dictado.

La única forma posible de actuar que le quedaba a Inglaterra, como medio de impedir que el poderío francés creciese demasiado, era participar de la rapacidad de Francia.

Realmente, Inglaterra no alcanzó la finalidad que había perseguido con la guerra; pues, no solamente no logró poner atajo a la preponderancia de una potencia europea sobre las demás del continente, sino que más bien la fomentó en grado superlativo.

La Francia de hoy es, como potencia militar, la primera del continente y no tiene serio rival alguno. Hacia el Sur, sus fronteras con España e Italia son poco menos que infranqueables; hacia Alemania, están garantizadas por la impotencia de nuestra patria y, por último, sus costas se extienden ampliamente frente a los nervios vitales del Imperio británico. Aparte de que esos centros de la vida inglesa son blancos fáciles para aviones y artillería de largo alcance, las grandes vías del comercio inglés estarían a merced de la guerra submarina.

El deseo perpetuo de Inglaterra es el mantenimiento de cierto equilibrio de fuerzas entre los Estados europeos, como una condición primordial para la hegemonía británica en el mundo.

El deseo perpetuo de Francia, no es otro que el de evitar la formación de una potencia homogénea alemana; el mantenimiento en Alemania de un sistema de pequeños Estados de fuerzas compensadas, no sometidos a un gobierno central, y, finalmente, llegar a apoderarse de la ribera izquierda del Rin, como medio de crear y de asegurar su supremacía en Europa.

La máxima aspiración de la diplomacia francesa será eternamente contraria a la máxima tendencia de la política británica.

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No hay estadista que siendo inglés, americano o italiano, hubiese pensado jamás en "pro" de Alemania. Todo ingles, como hombre de Estado, será naturalmente inglés ante todo, el americano, americano, y tampoco encontraremos a un italiano dispuesto a hacer otra política que no fuese italianófila. Por eso, quien crea que se pueden cimentar alianzas con naciones extranjeras a base de la sola simpatía que los gobernantes de éstas tengan por Alemania o es un asno o un insincero. La habilidad de un estadista dirigente se revela justamente en el hecho de encontrar siempre para la realización de las necesidades de su país, en un determinado momento, aquellos aliados que, velando también por sus propios intereses, tienen que seguir el mismo camino.

¿Cuáles son pues los Estados que actualmente carecen de un interés vital en que el poderío económico militar de Francia llegue a una situación de absoluta hegemonía, como consecuencia de la completa anulación de una Europa central alemana? ¿Y cuáles los que, debido a las condiciones inherentes a su propia existencia, y siguiendo la orientación tradicional de su política, vislumbran en el desarrollo de una situación tal, una amenaza para el porvenir?

Desde luego, conviene deslindar claramente un hecho: La clave de la política exterior francesa residirá siempre en el propósito de apoderarse de la frontera del Rin y consolidar el dominio de este río a favor de Francia al precio de una Alemania en escombros .

Si Inglaterra no admite a Alemania como potencia mundial, Francia, en cambio, no tolera potencia alguna que se llame Alemania. ¡Que diferencia esencial! Nosotros no luchamos hoy por una posición de poderío mundial; luchamos simplemente por la existencia de nuestra patria, por la unidad de nuestra nación y por el pan cotidiano para nuestros hijos. Si partiendo de este punto de vista, tratamos de buscar aliados en Europa, sólo dos Estados deberán tomarse en cuenta: Inglaterra e Italia.

Inglaterra no quiere una Francia cuyo puño militar, libre de todo estorbo en Europa, se constituya en árbitro de una política que por A o por B tendrá que chocar con intereses ingleses. Es comprensible que Inglaterra jamás desee que Francia, adueñándose de las enormes minas de hierro y de carbón de la Europa occidental, adquiera elementos básicos para una situación de predominio económico en el mundo.

Tampoco Italia puede ni podrá ver con simpatía la consolidación de la supremacía francesa en Europa. El porvenir de Italia dependerá siempre de un desenvolvimiento político que territorialmente gire en torno de los intereses del Mediterráneo. Lo que a Italia indujera a entrar en la guerra, no fue de ningún modo el propósito de contribuir al engrandecimiento de Francia, sino únicamente la intención de asestarle un golpe mortal a Austria -su odiada rival en el Adriático-. Todo nuevo afianzamiento del poderío francés en el continente significa para Italia un obstáculo para el porvenir; y no se olvide que entre las naciones, las afinidades raciales no son capaces de borrar trivialidades.


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¿Pero es que podrá convenirles a otros Estados aliarse con la Alemania actual? ¡Seguramente que no! Una potencia que cuida su reputación y que de una alianza espera algo más que simples comisiones de dinero para ávidos parlamentarios, no pactará con la Alemania de hoy ni podría hacerlo. En nuestra incapacidad aliancista del presente radica, en último análisis, la causa profunda de la solidaridad que une a nuestros enemigos rapaces.

Mayor atención merece todavía otro hecho de importancia fundamental para la conformación de las alianzas europeas:

Si consideramos el problema desde puntos de vista políticos netamente británicos, resulta mínimo el interés de Inglaterra en el aniquilamiento creciente de Alemania, tanto más grande es en cambio la expectativa que cifra en tal desarrollo el judaísmo internacional de la Bolsa. La contradicción existente entre la política oficial o mejor dicho, tradicional, de la Gran Bretaña y la tendencia que encarnan las fuerzas judías preponderantes en la Bolsa, tiene su más clara expresión en la actitud divergente de ambas frente a los problemas de la política exterior. Contrariamente a los intereses del Estado británico, la finanza judía quiere no sólo la total destrucción económica de Alemania, sino también su completa esclavización política.

Así es como el judío se ha constituido actualmente en el más grande instigador de la devastación alemana. Todo lo que leemos por doquier en el mundo en contra de Alemania procede de inspiración judía, del mismo modo que antes y durante la guerra, fue la prensa judía de la Bolsa y del marxismo la que fomentó sistemáticamente el odio contra nosotros hasta lograr que Estado tras Estado, abandonasen la neutralidad y, sacrificando el interés verdadero de los pueblos, se pusieran al servicio de la coalición bélica mundial fraguada contra Alemania.

Saltan a la vista los razonamientos del proceder judío. La bolchevización de Alemania, esto es, el exterminio de la clase pensante nacionalracista, logrando con ello la posibilidad de someter al yugo internacional de la finanza judía las fuentes de producción alemana, no es más que el preludio de la propagación de la tendencia judía de conquista mundial. Como tantas veces en la Historia, Alemania constituye también en este caso, el punto central de una lucha gigantesca. Si nuestro pueblo y nuestro Estado sucumben bajo la presión de esos tiranos, ávidos de sangre y de dinero, el orbe entero será presa de sus tentáculos de pulpo; más, si Alemania alcanza a liberarse de ese atenazamiento, podrá decirse que para todo el mundo quedó anulado uno de los mayores peligros.

Por lo general, el judaísmo incrustado en el organismo nacional de los diferentes pueblos, sabe emplear siempre aquellas armas que, teniendo en cuenta la mentalidad de las respectivas naciones, parecen ser las más eficaces y las que mayor éxito prometen. En Alemania, son las ideas más o menos "cosmopolitas" o pacifistas, en una palabra, las tendencias internacionales, las que utiliza el judío en su lucha por el poder; en Francia, explota el chovinismo con bien medido cálculo; en Inglaterra, opera desde puntos de vista económicos y de política mundial.

Sólo en Francia, existe, hoy más que nunca, una íntima convivencia entre los propósitos de la Bolsa, manejada por judíos, y las aspiraciones de una política nacional-chovinista. Y es justamente esta identidad la que encierra un inmenso peligro para Alemania, haciendo de Francia nuestro más temible enemigo. El pueblo francés que cada vez va siendo en mayor escala presa de la bastardización negroide, entraña, debido a su conexión con los fines de la dominación judía en el mundo, una amenaza inminente para la raza blanca en Europa. La contaminación de sangre negra en el Rin , en el corazón mismo de Europa, responde a la sádica sed de venganza del chovinista francés, enemigo secular de nuestro pueblo, y no menos, al frío cálculo del judío que, de este modo, quiso dar comienzo a la bastardización del continente europeo en su núcleo central y al infestar la raza blanca con una humanidad inferior, despojarla de los fundamentos de su soberana existencia.

Aquello que Francia comete hoy en Europa, estimulada por su sed de venganza y sistemáticamente guiada por el judío, constituye un pecado contra la existencia de la humanidad blanca, y un día caerá sobre este pueblo la maldición de una generación entera que habrá reconocido, en la deshonra de la raza, el pecado original de la humanidad.

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Es natural que también para nosotros los nacionalsocialistas, resulte difícil en nuestras propias filas, proclamar a Inglaterra como un posible aliado de Alemania en el futuro. La prensa judía, en nuestro país, supo concentrar siempre la animadversión sobre Inglaterra y más de un buen ingenuo alemán cayó en el ardid judío. La cháchara de esta prensa giraba en torno de un supuesto resurgimiento de nuestro poderío marítimo, protestaba contra el robo de nuestras colonias y no omitía recomendar la necesidad de reconquistarlas. Con todo esto no hacía otra cosa que suministrar el material que luego el judío bellaco se encargaba de remitir a sus compinches en Inglaterra, con fines de práctico aprovechamiento, en su propaganda germanófoba. Que hoy no estamos para luchar por poderíos marítimos ni cosas parecidas, es una persuasión que ya debe ir infiltrándose en las huecas cabezas de nuestros políticos burgueses. Orientar en este sentido las fuerzas de la nación sin tener asegurada previamente nuestra posición en Europa, constituyó, ya antes de la guerra, una locura. En la actualidad, una idea semejante se cuenta entre aquellas torpezas que, políticamente consideradas, merecen calificarse con la palabra crimen.

Cuántas veces podrá llegarse al límite de la desesperación, viendo cómo los instigadores judíos sabían entretener a nuestro pueblo con motivos hoy por hoy completamente secundarios; promoviendo demostraciones y protestas mientras, en aquellos mismos días, Francia desgarraba el tronco alemán pedazo a pedazo, despojándonos sistemáticamente de los fundamentos de nuestra autonomía.

Aquí debo mencionar particularmente un tema del cual el judío sabía servirse en aquellos años con extraordinaria habilidad: la cuestión del Tirol sur.

¡Sí, la cuestión del Tirol!

Quisiera subrayar que yo, personalmente, me cuento entre aquellos que desde agosto de 1914 a noviembre de 1918 -cuando se definía la suerte de Alemania y, con ella, la suerte del Tirol sur- actuaron allí donde, realmente, tuvo lugar la defensa de este territorio: en el ejército. Yo también había combatido en aquellos años, no para que este territorio fuese, como los otros del suelo alemán, nuestro.

No cabe dudar de que la reintegración de territorios perdidos no se realiza por la sola virtud de invocaciones solemnes al Todopoderoso o por esperanzas piadosas en la justicia de una liga de naciones, sino únicamente con las armas.

Si Alemania quiere poner fin al peligro de exterminio que la amenaza en Europa, deberá tener cuidado de no reincidir en los errores de la anteguerra, haciéndose enemiga del mundo entero.

Fue la fantástica concepción de una alianza nibelunguesca con el cadavérico Estado de los Habsburgo, la que precipitó a Alemania a la ruina. Dejarse llevar de sentimentalismos, frente a las posibilidades de nuestra actual política exterior, será el mejor medio de impedir para siempre el resurgimiento alemán.

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Nadie pretenderá afirmar que el oprobio de la época que vivimos es expresión típica del carácter de nuestro pueblo. Lo que hoy vemos en torno nuestro y experimentamos íntimamente, no es más que el resultado horripilante de la influencia devastadora del perjurio cometido el 9 de noviembre de 1918. Tampoco en estos tiempos han desaparecido completamente los buenos elementos fundamentales de nuestro pueblo: sólo que yacen inertes en el fondo. Más de una vez, aparecieron cual relámpagos en el oscuro firmamento, virtudes luminosas de las cuales la Alemania del porvenir, se acordará un día como de los primeros signos reveladores de una incipiente convalecencia.

Al lamentar el estado actual de nuestra patria debemos preguntarnos: ¿Y qué hicieron nuestros gobernantes para que renaciese en este pueblo el espíritu del orgullo nacional, de la entereza varonil y del odio sagrado?

Cuando en 1919 se le impuso a la nación alemana el tratado de Versalles, con justa razón habría podido esperarse que, precisamente ese instrumento de opresión sin límites, estimularía hondamente el grito libertario de Alemania. Los tratados de paz, cuyas imposiciones flagelan a los pueblos, constituyen no raras veces el primer redoble de tambor que anuncia el levantamiento futuro.

¡Que enorme partido se habría podido sacar del tratado de Versalles! En manos de un gobierno dispuesto a la acción, habría podido convertirse este instrumento de exacción inaudita y de la humillación más vergonzosa, en un medio de aguijonear hasta el grado máximo los sentimientos nacionales. Cómo se habría podido imprimir en el cerebro y en el alma de nuestro pueblo cada uno de los puntos de aquel tratado hasta que en la conciencia de sesenta millones de hombres y mujeres estallase el sentimiento del oprobio y del odio comunes, en una única inmensa llamarada, para que, luego, de sus ascuas surgiera, dura como el acero, una voluntad y con ella el clamor:

¡Queremos de nuevo, armas!

Todo se omitió y nada se hizo. ¿Quién ha de sorprenderse ahora de que nuestro pueblo no sea lo que debió ni lo que pudo ser? ¿Si el resto del mundo no ve en nosotros más que al alguacil, al perro sumiso que lame reconocido las manos que acabaron de fustigarle?

Seguramente la posibilidad de que en el presente se busque la alianza de Alemania, está gravemente comprometida por los errores de nuestro propio pueblo, pero aún mucho más, por la culpa de nuestros gobiernos.

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La psicosis antialemana general, sembrada y fomentada por la propaganda de guerra en los demás países, subsistirá lógicamente mientras el Reich no recobre, mediante un evidente resurgimiento del espíritu de la conservación nacional, las características de un Estado capaz de jugar su rol sobre el tablero de la política europea y ser digno de consideración.

Una nación, en situación análoga a la nuestra, será tomada en cuanta como aliado posible, solo, cuando el gobierno y la opinión pública de la misma, proclamen y sostengan fanáticamente la voluntad de iniciar su cruzada libertaria. Tal es pues la condición que, previamente, ha de llenarse para provocar un cambio favorable en la opinión pública de los otros Estados.

Pero hay otro aspecto que considerar todavía:

La modificación de un determinado criterio, arraigado en un pueblo, representa por sí misma, una difícil labor y serán muchos los que, al principio, no comprendan el nuevo objetivo. De ahí que sea un crimen y un absurdo a la vez, proporcionar, con nuestros propios errores, a esos elementos adversos, armas para su contra-acción. Pues, nadie que reflexione tranquilamente podrá negar que la algazara que tiende a adquirir una nueva flota, la restitución de nuestras colonias, etc., no es realmente más que una tonta vonciglería sin valor práctico alguno, además, la forma en que se explotan políticamente en Inglaterra, estos desopinados brotes de protestadores sistemáticos, ora inofensivos, ora desorbitados, pero siempre, indirectamente, al servicio de los que son nuestros irreductibles enemigos, no puede calificarse de favorable a Alemania.

También aquí tiene el nacionalismo una misión que cumplir: enseñar a nuestro pueblo a saber desechar cuestiones secundarias y concretarse sólo a lo más importante, sin olvidar que el objetivo por el cual debemos luchar hoy, es la existencia de este pueblo nuestro y que el único enemigo al que debemos herir de muerte es y será aquel que nos rapte el derecho a esa existencia.

Por duros que hubiesen sido los golpes recibidos, no pueden constituir motivo suficiente para sustraerse a la razón y, en insensato resentimiento, querellarse contra el mundo entero, en lugar de hacer frente con fuerzas concentradas, al enemigo más peligroso.

Fuera de esto, el pueblo alemán carece de un derecho moral para reprobar la conducta del mundo adverso a Alemania, mientras no haya sentado en el banquillo de los acusados a aquellos alemanes criminales que vendieron y traicionaron su propia patria.

¿Sería imaginable que los representantes de los verdaderos intereses de aquellas naciones que están en situación de pactar una alianza con Alemania, logren imponer su criterio frente a la voluntad del judío que es el enemigo mortal de los Estados nacionales y autónomos?

La guerra que la ITALIA FASCISTA sostiene, quizás inconscientemente (aunque yo no lo creo), contra las tres principales armas del judaísmo, es la mejor prueba de la forma en que -aunque sólo sea por procedimientos indirectos- se han de romper los dientes ponzoñosos a esa potencia que se extiende por encima de los Estados. La prohibición de las sociedades masónicas secretas, la persecución puesta en práctica contra la prensa internacionalizada del país, así como la progresiva destrucción del marxismo, frente a la consolidación creciente de la concepción fascista del Estado, harán, en el curso de los años, que el gobierno italiano pueda consagrarse más y más a los intereses de su propio pueblo, sin dejarse influenciar por el silbido de la hidra judaica universal.

Más difícil se presenta el problema en Inglaterra. En este país de la "democracia liberal" por excelencia, ejerce el judío una dictadura casi absoluta, valiéndose de la opinión pública. Pero no por eso es menos evidente la lucha constante que allá se libra entre los representantes de los intereses del Estado británico y los defensores de la dictadura internacional del judaísmo. La violencia con que a menudo chocan ambas corrientes, pudo observarse claramente, por primera vez después de la guerra, en la divergente actitud que, con respecto al problema japonés, adoptaron en Inglaterra el gobierno y la prensa.

Concluida la guerra mundial, comenzó a recrudecer la recíproca quisquillosidad existente entre los Estados Unidos y el Japón, y era natural que las grandes potencias europeas no quedasen indiferentes ante el peligro inminente de un nuevo conflicto. Los vínculos de afinidad racial no son obstáculo para impedir que Inglaterra vea siempre con cierto sentimiento -mezcla de temor y envidia- el acrecer del poderío internacional de la Unión Norteamericana en todos los dominios de la actividad económica y política. Parece que la colonia de antaño -hija de la gran metrópoli- va camino de convertirse en una nueva soberana del mundo. Comprensible es, pues, que Inglaterra revise hoy, llena de dudas, sus antiguos pactos de alianza y comience a vislumbrar con inquietud el álgido momento en que ya no se dirá: "Gran Bretaña, la reina de los mares" sino "Los mares de la Unión".

Inglaterra recurre por esto, ansiosa, al concurso del puño amarillo.

Mientras el gobierno inglés -pese al hecho del frente común que la Gran Bretaña y América formaron en los campos de guerra europea- no se resolvía a alojar sus vínculos con el aliado de allende el Asia, toda la prensa judía atacaba pérfidamente aquel pacto.

En los Estados europeos de hoy, el judío no ve más que instrumentos suyos a quienes sojuzgar, sea por el medio indirecto de la llamada democracia occidental o, directamente la dominación del bolchevismo ruso. Pero no solamente el viejo mundo ha caído en las garras del judío, sino que también al nuevo le amenaza igual destino: Judíos son los árbitros de la potencialidad económica de los Estados Unidos.

Demasiado bien sabe el judío que, gracias a sus milenaria adaptación puede socavar pueblos europeos y bastardizarlos, pero comprende, al propio tiempo, que nunca llegaría a someter a la misma suerte a un Estado nacional asiático de la índole del Japón. Finge ser alemán, inglés, americano, francés, más para convertirse en amarillo asiático tendría que salvar un abismo. Y he aquí porqué, sirviéndose del concurso de otros Estados de constitución semejante, intenta romper el bloque del Estado nacional Japonés para librarse de tan peligroso adversario.

Como antaño contra Alemania, instiga hoy a los pueblos contra el Japón y no será raro que, llegado el momento, mientras la diplomacia británica crea apoyarse todavía en la alianza japonesa, la prensa judía de Inglaterra exija por su parte, romper lanzas con el aliado y preparar contra éste la guerra de devastación bajo el pretexto de la democracia y con el grito de batalla de: ¡Abajo el militarismo y el imperialismo japonés!

El judío, en Inglaterra, se ha vuelto pues insubordinado. ¡En consecuencia, también allí comenzará la lucha contra el peligro mundial del judaísmo!

El movimiento nacionalsocialista en Alemania, deberá velar para que, por lo menos en nuestra propia patria, se defina al enemigo mortal y para que la lucha contra él, sirva también a los demás pueblos de guía luminosa hacia un porvenir más risueño en pro de la humanidad aria.

 


CAPÍTULO CATORCE

Orientación política hacia el este

Dos razones me inducen analizar de modo especial las relaciones entre Alemania y Rusia: primeramente, por tratarse quizás de la cuestión más importante de toda la política exterior alemana, y en segundo lugar, por constituir la piedra de toque que d la medida de la capacidad política del pensar clarividente y del justo modo de obrar del joven movimiento nacionalsocialista.

En términos generales haré todavía la consideración siguiente:

La política exterior del Estado racista, tiene que asegurar a la raza que abarca ese Estado, los medios de subsistencia sobre este planeta, estableciendo una relación natural, vital y sana, entre la densidad y el aumento de la población, por un lado, y la extensión y la calidad del suelo en que se habita, por otro.

Sólo un territorio suficientemente amplio, puede garantizar a un pueblo la libertad de su vida. Además, no hay que perder de vista que, a la significación que tiene el territorio de un Estado como fuente directa de subsistencia, se añade la importancia que debe reunir desde el punto de vista político-militar. Aún cuando un pueblo tenga asegurada la subsistencia gracias al suelo que posee, será necesario todavía, pensar en la manera de garantizar la seguridad de este suelo; seguridad, que reside en el poder político general de un Estado, el cual depende, a su vez, en gran parte, de la posición geográfico militar del país.

Bajo tales circunstancias, sólo como potencia mundial, podrá el pueblo alemán defender su futuro. Casi por espacio de dos mil años, ha sido historia universal la defensa de los intereses de nuestro pueblo, que es como propiamente deberíamos llamar a nuestra actividad, más o menos acertada, de política exterior. Nosotros mismos hemos sido testigos de ello: pues la gigantesca conflagración de los pueblos, en los años de 1914 a 1918 -denominada la Guerra Mundial- no fue otra cosa que la lucha del pueblo alemán por su existencia sobre la tierra.

El pueblo alemán entró en aquella lucha como una pseudo-potencia mundial y digo pseudo, porque, en realidad, no era una potencia. Si en 1914, hubiese sido otra en Alemania, la relación entre la superficie de su territorio y la densidad de su población, la nación alemana hubiese podido considerarse efectivamente como una potencia mundial y la guerra, prescindiendo de un sinnúmero de otros factores, hubiera podido concluir favorablemente.

Alemania no es, en el presente, una potencia mundial. Aun cuando nuestra actual importancia militar, fuese superada un día, ya no tendríamos derecho a pretender tal título. Considerando la cuestión desde el punto de vista netamente territorial, el área de Alemania aparece insignificante en comparación con la de las llamadas potencias mundiales. No tomemos el caso de Inglaterra como prueba de lo contrario, pues el territorio de la metrópoli en Europa no es, a decir verdad, más que la gran capital del imperio británico mundial que abarca casi una cuarta parte de la superficie del globo.

Luego debemos considerar por orden de magnitud como naciones gigantescas: la Unión Norteamericana, Rusia y China; todas ellas, circunscripciones territoriales diez veces mayores al área del Reich actual. Francia mismo, debería contarse entre estos Estados. No sólo engrosa su ejército, en proporción cada vez más grande con elementos de las reservas de color que pueblan sus enormes colonias, sino que también la bastardización negroide de su raza, hace progresos tan rápidos, que ya casi se puede hablar de la génesis de un Estado africano sobre suelo Europeo. La política colonial de Francia no es susceptible de compararse con la de la antigua Alemania. Si esta revolución de Francia, continuase por espacio de tres siglos llegaría a desaparecer hasta el último resto de la sangre de los francos, absorbida por un Estado de mulatos europeo-africanos, en formación.

La antigua política colonial alemana, ni aumentó la zona de población de raza alemana, ni menos hizo el criminal intento de reforzar el poderío del Reich con el aporte de sangre negra. La organización militar de los ascarios en el África Oriental Alemana, estaba en realidad destinada solamente a la defensa de la colonia misma. Jamás -aun prescindiendo de la circunstancia de que, durante la conflagración mundial, era cosa prácticamente imposible- abrigó Alemania la idea de traer tropas de color a un teatro de guerra europeo, y tampoco habría pensado hacerlo, bajo condiciones más favorables, en tanto que los franceses, consideraron siempre esta idea como uno de los motivos determinantes de su actividad colonial.

En la actualidad, vemos una serie de potencias que superan notablemente el poderío de Alemania, no sólo en la cifra de su población sino, sobre todo haciendo residir su potencia política en el dominio territorial que poseen.

Nos hallamos fuera de todo concurso en relación a los grandes Estados del mundo y esto es debido a la fatal orientación de la política exterior de nuestro pueblo.

El movimiento nacionalsocialista tienen que imponerse la misión de subsanar la desproporción existente entre la densidad de nuestra población y la extensión de nuestra superficie territorial, -superficie territorial que debe ser considerada desde el doble punto de vista de fuente de subsistencia y de apoyo del poder político- y también, la de hacer que desaparezca la desproporción que reina entre nuestro gran pasado histórico y la triste perspectiva de nuestra impotencia, en el presente.

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La potencialidad de una nación, no puede apreciarse en sí misma, sino, únicamente, valiéndose de la comparación con otros Estados. Pero es justamente esta comparación la que demuestra que el acrecentamiento del poderío de otras naciones, no sólo fue más regular, sino que, en su efecto final, alcanzó, también, resultados mucho más considerables que en Alemania. Considerando que, en cuanto a espíritu heroico, ningún pueblo ha superado al nuestro, que es, seguramente, el que, en conjunto, hizo mayores sacrificios de sangre en la lucha por su existencia, habrá que admitir que el fracaso de sus esfuerzos, puede sólo atribuirse a la forma errónea de su aplicación.

Si en conexión con estos antecedentes, examinamos los acontecimientos políticos de nuestro pueblo durante los últimos mil años, rememoramos las numerosas guerras y luchas libertarias y, por último, analizamos el resultado de toda esta historia, tendremos que confesar que de este mar de sangre, emergieron, propiamente, sólo tres realidades culminantes que bien merecen considerarse como los frutos perdurables de sucesos perfectamente definidos de la política exterior y de la política alemana en general:

I) La colonización de la Marca Oriental llevada a cabo principalmente, por los Bayuwares.

II) La conquista y la penetración del territorio al Este del Elba.

El tercer suceso trascendental de nuestra actividad política, fue la formación del Estado de Prusia y, con ello, el fomento sistemático de un especial concepto político y del instinto de la propia conservación y defensa del ejército alemán, a base de organización y de acuerdo con las necesidades de la época. Fue, precisamente, gracias al régimen de disciplina de la institución militar prusiana por lo que el pueblo alemán -disociado y superindividualizado por la diversidad de sus componentes-, pudo recobrar, por lo menos, una parte de su casi perdida capacidad de organización.

Merece subrayarse, que la importancia de los éxitos políticos, realmente tales, que alcanzó nuestro pueblo en sus luchas milenarias, la comprenden y aprecian muchísimo mejor nuestros adversarios que nosotros mismos. Para nuestro modo de obrar del presente y del futuro, tiene una máxima significación el saber distinguir entre los éxitos políticos efectivos de nuestro pueblo y lo que fue la sangre nacional sacrificada en vano.

Nosotros, los nacionalsocialistas, jamás debemos asociarnos al patrioterismo corriente de nuestro actual mundo burgués. Sobre todo, entraña un gravísimo peligro el que nos consideremos ligados, ni aun en lo más mínimo, a la última etapa de la evolución de la anteguerra. La única conclusión que debemos sacar del pasado, es la de orientar nuestra acción política en un doble sentido: el suelo como objetivo de nuestra política exterior y un nuevo fundamento unitario ideológicamente consolidado, como finalidad de política interna.

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La pretensión de restablecer las fronteras de 1914, constituye una insensatez política de proporciones y consecuencias tales, que la revelan como un crimen, y esto, aun sin considerar en absoluto el hecho de que entonces las fronteras del Reich, podían serlo todo menos lógicas. En efecto, no eran ni perfectas en lo tocante a abarcar el conjunto territorial habitado por elementos de nacionalidad alemana, ni menos razonables desde el punto de vista de su conveniencia estratégico-militar. No habían sido, pues, el resultado de una acción de política meditada, sino simplemente, fronteras provisorias fijadas en el curso de una evolución totalmente inconclusa o, si se quiere, fronteras resultantes en parte de la pura casualidad.

Esta pretensión responde enteramente al criterio de nuestro mundo burgués, que tampoco, en esto, posee ni una sola idea de orientación política para el futuro, sino que vive en el pasado, esto es, en lo más inmediato. Por lo tanto, es comprensible que la visión política de esta gente, no vaya más allá de 1914. Al proclamar ellos la reivindicación de aquellas fronteras como objetivo de su política, no hacen otra cosa que fomentar la solidaridad decadente de nuestros adversarios, y sólo así se explica que, ocho años después de una guerra en la cual tomaron parte Estados de las miras más heterogéneas pueda mantenerse todavía, más o menos firme, la coalición de los vencedores de entonces .

Todos estos Estados, sacaron provechos del desastre alemán. El temor a nuestro poderío, relegó a segundo plano la ambición y la envidia de las grandes potencias entre sí. Vislumbraban en una repartición común, en lo posible, de las heredades de nuestro Reich, la mejor garantía contra un futuro levantamiento alemán. El malestar de conciencia y el miedo que sienten ante la vitalidad de nuestro pueblo, constituyen el cemento más duradero para mantener, aun hoy, cohesionados a los miembros de esta coalición. Sólo los espíritus infantiles pueden entregarse a pensar que una reconsideración del dictado de Versalles sea factible por obra de imploraciones o de artimañas, aparte de que una tentativa tal, supondría la intervención de un Talleyrand que no poseemos. Además, los tiempos han cambiado desde el Congreso de Viena: ya no son los príncipes y sus "maîtresses" los que hoy regatean fronteras: es el inexorable judío cosmopolita el que ahora lucha para imponer su hegemonía sobre los pueblos.

Las fronteras del año 1914 no tienen valor alguno para el futuro de la nación alemana. No fueron una garantía en el pasado, ni tampoco constituirían una fuerza para el porvenir. A base de ellas, el pueblo alemán no podrá recobrar su unidad interior y menos todavía asegurar sus subsistencia; fuera de esto, aquellas fronteras, consideradas desde el punto de vista militar, no aparecen convenientes ni siquiera satisfactorias y no lograrían, finalmente, mejorar la situación en que actualmente nos encontramos frente a las demás potencias, es decir, las verdaderas potencias mundiales. La ventaja que nos lleva Inglaterra no disminuiría, tampoco llegaríamos a la potencialidad de los Estados Unidos, ni sufriría menoscabo notable la importancia política de Francia en el mundo.

Sólo una cosa sería evidente: El intento de restaurar las fronteras de 1914 conduciría -aun en caso favorable- a un desangramiento tal de nuestro pueblo, que en el momento preciso de adoptar resoluciones y realizar hechos que tendiesen a asegurar realmente la vida y el porvenir de la nación, ya no se dispondría de ninguna reserva valiosa. Por el contrario, en medio de la embriaguez de un éxito superficial, se renunciaría a toda finalidad posterior ante la satisfacción de haber reparado el honor nacional y abierto algunas puertas al desarrollo comercial, por lo menos durante cierto tiempo.

Frente a todo esto, nosotros, los nacionalsocialistas, tenemos que sostener inquebrantablemente nuestro objetivo de política exterior, que es asegurar al pueblo alemán el suelo que en el mundo le corresponde. Y esta es la única acción que ante Dios y nuestra posteridad alemana puede justificar un sacrificio de sangre; ante Dios, porque sobre la tierra hemos sido puestos con la misión de la lucha eterna por el pan cotidiano; ante nuestra posteridad, porque no se vertirá la sangre de un solo ciudadano sin que este sacrificio signifique la vida de otros mil ciudadanos de la Alemania futura.

Ningún pueblo sobre la tierra, posee ni un solo metro cuadrado de terreno en virtud de una voluntad o de un derecho superior. Las fronteras de los Estados las crean los hombres y son ellos mismos los que las modifican.

El hecho de que un pueblo llegue a apoderarse de una extensión territorial excesiva, no supone el reconocimiento perpetuo sobre la misma. Ello pone, a lo sumo, en evidencia la fuerza de los conquistadores y la impotencia de los conquistados. Y solo en esta fuerza reside el derecho de posesión. Del mismo modo que nuestros antepasados no recibieron como don del cielo el suelo sobre el cual vivimos, sino que lo ganaron con riesgo de su vida, así también no será por concesión graciosa por lo que nuestro pueblo obtenga, en el futuro, el suelo y con él, la seguridad de su subsistencia; sino únicamente por obra de una espada victoriosa.

A pesar de que también nosotros reconocemos la necesidad de llegar a un arreglo con Francia, todo sería inútil, en principio, si el objetivo de nuestra política exterior debiese quedar colmado con esa avenencia. Ella tendrá su razón de ser, solamente si ofrece un apoyo para el ensanchamiento territorial de la nación alemana en Europa. Pues no es en la posesión de dominios coloniales en lo que debemos ver la solución de este problema, sino exclusivamente en la adquisición de una zona de territorio que aumente la extensión de la madre patria, proporcionando, de este modo, a los nuevos pobladores, no sólo la posibilidad de mantener una comunidad íntima con esta patria de origen, sino también de asegurar al conjunto, las ventajas resultantes de la fusión territorial.

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Nosotros, los nacionalsocialistas, hemos puesto deliberadamente punto final a la orientación de la política exterior alemana de la anteguerra. Comenzaremos ahora allí donde hace seis siglos se había quedado esta política. Detendremos el eterno éxodo germánico hacia el Sur y el Oeste de Europa y dirigiremos la mirada hacia las tierras del Este. Cerraremos al fin la era de la política colonial y comercial de la anteguerra y pasaremos a orientar la política territorial alemana del porvenir.

El destino mismo, parece querer mostrarnos el derrotero. El haber abandonado a Rusia en manos del bolchevismo, despojó al pueblo ruso de aquella clase pensante que, hasta entonces, había creado y garantizado su existencia como Estado. Más de una vez, pueblos inferiores, guiados por soberanos y organizadores de origen germánico, llegaron a constituir poderosas naciones que subsistieron mientras pudo conservarse el núcleo racial dirigente. Hacía siglos que Rusia se había mantenido gracias al núcleo germánico de sus esferas superiores, núcleo del cual se puede decir que hoy está exterminado completamente. En su lugar, se ha impuesto el judío; pero así como es imposible que el pueblo ruso sacuda por sí solo el yugo israelita, no es menos imposible que los judíos logren sostener, a la larga, bajo su poder el gigantesco organismo ruso. El judío mismo no es elemento de organización, sino fermento de descomposición. El coloso del Este está maduro para el derrumbamiento. Y el fin de la dominación judaica en Rusia, será al mismo tiempo, el fin de Rusia como Estado. Estamos predestinados a ser testigos de una catástrofe que constituirá la prueba más formidable para la verdad de nuestra teoría racista.

Nuestro cometido -la misión del movimiento nacionalsocialista- ha de ser llevar nuestro pueblo a la persecución política de que no debe esperar ver colmado su objetivo futuro en el delirio de una nueva campaña triunfal de Alejandro, sino más bien en la faena laboriosa del arado alemán, al cual la espada tiene que proporcionar únicamente el suelo.

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Es natural que el judaísmo oponga tenaz resistencia a una tal política alemana. El judío se da cuenta mejor que nadie de la trascendencia de este proceder, para su futuro. Y es este hecho, justamente, el que debería inducir hacia la nueva orientación a los hombres de verdadero sentir nacional. Pero por desgracia son también círculos nacionalistas y hasta "nacionalracistas" los que se declaran en abierta oposición a la idea de una tal política orientada hacia el Este, haciendo en su apoyo la consabida invocación de una consagrada figura de nuestra historia. Se cita a Bismarck para cohonestar una política absurda y al propio tiempo perjudicial a los intereses del pueblo alemán. Afirmase que: Bismarck dio siempre importancia a mantener buenas relaciones con Rusia. En efecto fue así, pero sólo condicionalmente, pues, a bismarck jamás se le habría ocurrido querer fijar como definitiva, en principio, la táctica de un determinado camino político.

En consecuencia, la pregunta no debe ser: ¿Qué es lo que Bismarck quiso? Sino más bien: ¿Qué es lo que Bismarck haría en las actuales circunstancias? Justamente esta interrogación es la más fácil de responder. Guiado por su habilidad política, jamás habría pactado alianza con un Estado predestinado a la ruina.

Además, ya Bismarck vio en su época con recelos la política colonial y comercial alemana, debido a que, por el momento, le preocupaba solamente la manera más segura de facilitar la consolidación del Imperio creado por él. Esta fue también la única razón la cual él celebraba la existencia del apoyo ruso que le permitía operar libremente hacia el Oeste. Pero aquello que entonces fue provechoso para Alemania, hoy le sería perjudicial.

Ya en los años 1920-1921, cuando el joven movimiento nacionalsocialista comenzaba a perfilarse lentamente en el horizonte político, y cuando acá y acullá se le saludaba ya como el movimiento libertario de la nación alemana, se intentó, desde diferentes sectores, establecer una cierta conexión entre éste y las corrientes libertarias de otros países. Esto respondía a la orientación de la "liga de naciones oprimidas", propagada por muchos. Se trataba ante todo, de representantes de algunos Estados balcánicos y luego el Egipto y la India, que a mí me dieron siempre la impresión de charlatanes pretenciosos, huérfanos de toda base real. Y no pocos fueron los alemanes, particularmente en los círculos nacionalistas, que se dejaron seducir por semejantes fatuos orientales ya que creían ver, sin más ni más, en cualquier simple estudiante hindú o egipcio, un "representante" de la India o de Egipto. Jamás pudieron comprender esas gentes que se trataba en la mayoría de los casos de individuos sin solvencia y, sobre todo, no autorizados por nadie para celebrar ningún acuerdo con persona alguna, de modo que el resultado práctico de mantener relaciones con tales sujetos, no podía ser más que nulo.

Era ya de suyo grave, que la política aliancista del Reich en la época de la anteguerra, hubiese acabado -debido a la falta de un propósito propio de acción ofensiva- por constituir una "sociedad defensiva" con Estados veteranos ha tiempo relegados por la historia mundial. Tanto la alianza con Austria, como la pactada con Turquía, tenían muy poco de satisfactorio. Mientras las más grandes potencias militares e industriales del orbe se asociaban en torno a un plan activo de agresión, nosotros nos empeñábamos en reunir unos cuantos Estados viejos y ya impotentes, para tratar de afrontar con aquellas ruinas, la acción de la coalición mundial. Alemania pagó muy caro el error de su política exterior; sin embargo, esta experiencia no parece haber sido lo suficientemente amarga para prevenir que nuestros eternos ilusionistas caigan en el error de siempre. Ya se trate de una liga de pueblos oprimidos, de una sociedad de naciones o de cualquiera otra nueva quimérica intervención, siempre se hallarán a pesar de todo, miles de espíritus crédulos.

Conservo fresco el recuerdo de las expectativas pueriles y no menos incomprensibles que surgieron, bruscamente en los círculos nacionalracistas allá por los años 1920-1921; decíase que Inglaterra hallábase en la India al borde de la catástrofe. Unos cuantos titiriteros asiáticos o, si se quiere, también, verdaderos "campeones de la libertad" hindú, que por entonces pululaban en Europa, habían logrado convencer incluso a gente sensata de la absurda idea de que el imperio británico estaba efectivamente frente a la ruina inminente en la India, que es el gozne -por decirlo así- de su poderío colonial.

Es realmente infantil suponer que en Inglaterra no se hubiese sabido apreciar en su justo valor la significación que tiene la India para la unión británica mundial. Y sólo demuestra no haber aprendido nada de las enseñanzas de la guerra, ni menos llegado a comprender y reconocer la entereza anglosajona, el imaginar que Inglaterra pudiese resignarse a perder la India sin antes arriesgarlo todo. Por otra parte, constituye una prueba de la completa ignorancia que manifiesta el alemán respecto a la manera cómo el inglés sabe penetrar y administrar ese enorme dominio. Inglaterra perdería la India, sólo cuando en su mecanismo administrativo resultase ella misma víctima de un proceso de descomposición racial (eventualidad que para la India queda por el momento fuera de toda discusión) o bien si fuese vencida por un enemigo poderoso. Pero los agitadores hindúes no lo conseguirán jamás. ¡Por propia experiencia sabemos nosotros hasta la saciedad, cuán difícil es llegar a reducir a Inglaterra! Aun prescindiendo de esto, yo como germano preferiré siempre, a pesar de todo, ver la India bajo la dominación inglesa que bajo otra cualquiera.

No menos insignificantes son las esperanzas cifradas en el mitológico levantamiento del Egipto contra Inglaterra.

Como nacionalista que aprecia el valor humano conforme a principios raciales y sabe de la inferioridad de esas llamadas "naciones oprimidas", no puedo, desde luego, identificar la suerte de mi pueblo con la de esos países.

Exactamente el mismo criterio tenemos que mantener con respecto a Rusia. La Rusia actual despojada de su clase dirigente de origen germano, no puede -aparte de lo que en sí persiguen sus nuevos soberanos- servir jamás de aliado en la lucha libertaria del pueblo alemán. Desde el punto de vista militar serían realmente catastróficas las circunstancias, en el caso de una guerra de Alemania y Rusia, coaligadas contra la Europa occidental y, probablemente, contra todo el resto del mundo. La lucha se desarrollaría sobre territorio alemán sin que Alemania recibiese de Rusia ni el más mínimo concurso eficaz. Además, en el caso de una tal guerra, Rusia tendría que arrollar previamente a Polonia para poder llevar el primer soldado ruso a un frente de batalla germánico. Pero, propiamente, no se trataría, en primer término, de recibir soldados del aliado ruso, sino ante todo, material bélico. El rol de Rusia sería totalmente nulo como factor técnico y habría de repetirse lo que pasó en la guerra mundial, en la que la industria alemana fue esquilmada para atender a nuestros gloriosos aliados, de modo que la guerra técnica tuvo que sostenerla Alemania casi sola. A la motorización general del mundo, que caracterizará la guerra del futuro en una medida asombrosa, casi nada podríamos oponer nosotros. Es un hecho que en este tan importante ramo, Alemania manifiesta un vergonzoso atraso y que de lo poco que posee, tendría que proveer todavía a Rusia, país que, hoy mismo, no cuenta con una fábrica propia capaz de producir un automóvil en forma.

Fuera de todo esto, no debe olvidarse jamás que el judío internacional, soberano absoluto de la Rusia de hoy, no ve en Alemania un aliado posible, sino sólo un Estado predestinado a la misma suerte política.

Alemania constituye para el bolchevismo el gran objetivo inmediato de su lucha. Se requiere todo el vigor de una idea nueva, encarnando una misión, para arrancar una vez más a nuestro pueblo de la estrangulación de esta serpiente internacional y poner atajo a la contaminación de nuestra sangre, a fin de que las energías de la nación, de este modo libertadas, puedan ser dedicadas a garantizar la seguridad de la patria alemana, previniendo hasta en el más lejano futuro, catástrofes como las últimas. Y si se persigue esta finalidad sería una locura aliarse con un Estado que tiene por soberano al enemigo mortal de nuestro porvenir.

Confieso francamente, que ya en la época de la anteguerra, me habría parecido más conveniente que Alemania, renunciando a su insensata política colonial y, consiguientemente, al incremento de su flota mercante y de guerra, hubiese pactado con Inglaterra en contra de Rusia y pasado así de su trivial política cosmopolita, a una política europea resuelta, de tendencia territorial en el continente.

No olvido la amenaza constante y provocativa que la Rusia paneslavista de entonces, osara hacer a Alemania; no olvido los frecuentes ensayos de movilización, cuyo objeto no era otro que provocarnos; tampoco puedo olvidar el estado de ánimo de la opinión pública rusa, que ya antes de la guerra, exageraba sus ataques llenos de odio contra nuestro pueblo y el Imperio, y menos aún puedo olvidar la actitud de la gran prensa que en Rusia, deliraba por Francia.

Pero no obstante todo esto, habría existido antes de la guerra todavía una segunda posibilidad: la de tratar de apoyarse en Rusia para hacer frente a Inglaterra. Hoy son otras las circunstancias. El proceso de consolidación en el que al presente, se encuentran empeñadas las grandes potencias, es para nosotros el último toque de alarma instándonos a reaccionar, a fin de que nuestro pueblo vuelva del sueño a la dura realidad, y nos muestre el único camino del porvenir capaz de conducir el Reich a una época de nueva prosperidad.

Si el movimiento nacionalsocialista, haciendo conciencia de la magnitud y de la importancia de esta misión, se desembaraza de ilusiones y deja prevalecer solamente la razón, es posible entonces que un día, la catástrofe de 1918 se convierta en una infinita bendición para el futuro de nuestro pueblo. Del desastre puede llegar la nación alemana a una orientación totalmente nueva de su política exterior y luego, interiormente consolidada por una nueva ideología, alcanzar una definitiva estabilización de política internacional. Entonces podrá por fin Alemania tener aquello que Inglaterra tiene y que la misma Rusia poseyó y que a Francia le permitió adoptar decisiones siempre análogas y siempre convenientes en el fondo a la defensa de sus intereses: un testamento político.

El testamento político de la nación alemana, para su conducta de política externa, ha de rezar lógicamente como sigue:

No tolerar jamás la formación de dos potencias continentales en Europa. Ver siempre el peligro de una agresión contra Alemania en cualquier tentativa de organizar ante las fronteras alemanas una segunda potencia militar, aunque sólo fuese en forma de un Estado capaz de llegar a serlo, y ver también en ello, no sólo el derecho, sino también el deber de impedir por todos los medios y hasta valiéndose del recurso de las armas, la creación de tal Estado, y si éste ya existiese, destruirlo sencillamente. Velar por que la potencialidad de nuestro pueblo no resida en dominios coloniales, sino en el suelo patrio del continente mismo. No considerar jamás asegurado el Reich, mientras éste no sea capaz de darle a cada nuevo descendiente de nuestro pueblo, a través de los siglos, la parcela que le corresponde. Finalmente, no olvidar nunca que el más sagrado de los derechos sobre la tierra, es el derecho al suelo que se quiere labrar con el propio esfuerzo, y el más sagrado de los sacrificios la sangre que por ese suelo se vierte.

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En el capítulo anterior he señalado a Inglaterra e Italia como los dos únicos Estados de Europa hacia los cuales podría ser deseable y promisorio el acercamiento de Alemania. Brevemente delinearé ahora la importancia militar de una alianza tal.

Las consecuencias resultantes de este pacto, significarían en todo orden, militarmente hablando, lo diametralmente opuesto de lo que sería en el caso de una alianza con Rusia. Lo primordial es el hecho de que un acercamiento a Inglaterra e Italia, no implica en sí el peligro de una guerra. Francia que sería la única potencia interesada en asumir una actitud opuesta al pacto, prácticamente no estaría en condiciones de hacerlo; pues, ya no tendría la iniciativa de obrar porque estaría en manos de la nueva liga europea anglo-alemán-italiana.

Pero tal vez tendría una significación mayor el hecho de que la nueva coalición, agruparía países dotados de una capacidad técnica susceptible hasta cierto punto de una recíproca complementación.

Seguramente, son grandes las dificultades que se oponen a la realización de una liga semejante; mas, cabría preguntar si la formación de la Entente fue obra menos difícil. Aquello que el fue posible a un Eduardo VII, contrariando en parte intereses naturales, podremos lograrlo también nosotros si es que, convencidos de la necesidad de una tal evolución, adaptamos a ella nuestro proceder inteligentemente concebido.

Naturalmente que hoy por hoy estamos a merced del ladrido furioso de los enemigos interiores de nuestro pueblo. Nosotros, los nacionalsocialistas, jamás hemos de dejar que se nos impida proclamar aquello que, de acuerdo con nuestra más íntima convicción, sea indispensable. Ciertamente, que la actualidad, tenemos que ir contra la corriente de la opinión pública sugestionada por el ardid judío, que, sabe explotar la ingenuidad alemana, y es cierto también, que, muchas veces, el oleaje se estrella terriblemente contra nosotros; mas, es sabido, que quien va con la corriente pasará menos apercibido que aquel que se lanza contra ella. Hoy por hoy, somos un simple escollo, pero, en contados años, el destino podrá convertirnos en un dique donde se rompa la corriente general, para seguir por un nuevo lecho.

 

 

CAPÍTULO QUINCE

El derecho de la legítima defensa

Depuestas las armas en noviembre de 1918, inicióse una política que según toda previsión humana, debía conducir paulatinamente a un completo sometimiento de Alemania. Ejemplos de la Historia demuestran que los pueblos que depusieron sus armas sin que hubiesen mediado causas máximas para ello, prefieren después aceptar las mayores violencias y humillaciones antes que intentar un cambio de su suerte apelando de nuevo al recurso de la fuerza.

La decadencia de Cartago, es el terrible prototipo de la lenta agonía de un pueblo precipitado por sí mismo a la ruina.

El curso de los acontecimientos, a partir de 1918, nos prueba palmariamente que la esperanza que en Alemania se abrigaba de poder alcanzar la clemencia del vencedor, sometiéndonos voluntariamente a él, ha influenciado del modo más funesto el criterio político y la conducta de las masas. Esto nos permite explicar que el mismo período de siete años que, de 1806 a 1813, bastara para animar con nuevas energías y espíritu de lucha a la Prusia totalmente aniquilada de entonces, no sólo ha transcurrido inútilmente, para la Alemania de hoy, sino que, por el contrario, ha traído consigo un creciente debilitamiento nacional: Siete años después de la revolución de 1918 se firmaba el Tratado de Locarno.

El proceso de lo que ocurrió, no fue otro que el ya mencionado: Una vez acordado el oprobioso armisticio, no se tuvo ni energía ni coraje para oponer de súbito resistencia a las medidas opresoras que nos impusieron sucesivamente los adversarios. ¡Eran demasiado inteligentes para haberlo exigido todo de un golpe!

Alternativamente se sucedieron en Alemania edictos de desarme y de esclavización, inhabilitándonos políticamente y extorsionándonos en lo económico, para engendrar, al fin de cuentas, aquel estado anímico que hacía ver una felicidad en el dictamen de Dawes y un triunfo para Alemania, en el Tratado de Locarno.

A más tardar en el invierno de 1922-1923, todo el mundo debió haber podido darse cuenta de que Francia, aun después del tratado de paz, continuaba persiguiendo, con férrea tenacidad, el objetivo de guerra que se había propuesto desde un principio. Porque nadie admitirá seguramente que Francia, en la lucha más decisiva de su historia, hubiese sacrificado en cuatro años y medio de guerra la cara sangre de su pueblo con la sola expectativa de recibir después el pago de reparaciones por los daños causados. La reconquista misma de Alsacia-Lorena no hubiera bastado para justificar la entereza del comando francés, si en aquella lucha no se hubiese tratado de realizar ya una parte del verdadero gran programa futuro de la política exterior de Francia, consistente en lograr el desmembramiento de Alemania en un bodrio de pequeños Estados. Esta fue la finalidad por la que luchó la Francia chovinista, si bien es verdad, poniendo a su pueblo en manos del judío internacional.

Este objetivo de guerra francés, habría sido factible por la guerra misma, si la lucha -como en París se creyó al principio- se hubiese desarrollado sobre territorio alemán. Imagínese por un momento que las sangrientas batallas de la gran guerra, no hubiesen tenido lugar en el Somme, en Flandes, en Artois, en las inmediaciones de Varsovia, Nishnij, Nowgorod, Kowno, riga y otros lugares más, sino en Alemania, en la cuenca del Ruhr, del Meno, del Elba, en las inmediaciones de Hannover, Leipzig, Nüremberg, etc., y tendrá que convenirse que, en tales circunstancias, habría sido posible la devastación de Alemania. Esta es también la única razón que permite afirmar que nuestros camaradas y hermanos no vertieron su sangre totalmente en vano.

Bien es cierto que en Noviembre de 1918 se produjo con la rapidez del rayo, el desastre de Alemania; sin embargo, mientras la catástrofe cundía en los lares de la patria, los ejércitos alemanes acampaban todavía en pleno territorio enemigo. La primera preocupación de Francia en aquellos días no fue la disolución de Alemania, sino la cuestión de saber cómo se conseguiría desalojar de los territorios ocupados de Francia y de Bélgica a los ejércitos alemanes. De ahí que al concluir la guerra, fuera una tarea primordial para el gobierno francés desarmar a estos ejércitos y procurar se replegasen hacia Alemania cuanto antes; y luego, en segundo término, podía pensarse en el objetivo esencial de la guerra.

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Inversamente a lo que ocurría con Francia, para Inglaterra la guerra había terminado en realidad victoriosamente a base de la destrucción del poderío colonial y comercial de Alemania y su consiguiente degradación a la categoría de Estado de segunda clase. No sólo no tenía interés en el aniquilamiento total de la nación alemana, sino que, por el contrario, había razón suficiente para que deseara en el futuro la existencia de un rival de Francia en Europa. La política francesa debió pues proseguir mediante una "decidida labor de paz", aquello que la guerra había comenzado y la frase de Clemenceau al decir que para él, "la paz no era más que la continuación de la guerra" cobró entonces máxima actualidad.

Ya en el invierno de 1922 - 1923 debióse saber cuál era el propósito que Francia perseguía.

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En diciembre de 1922, pareció agudizarse en grado amenazante, la situación entre Francia y Alemania. Francia intentaba poner en práctica nuevas temerarias extorsiones y para ello, necesitaba garantías. Con la ocupación de la cuenca del Ruhr, creíase en Francia romper definitivamente la moral de Alemania y colocarnos, al mismo tiempo, en una situación económica tal, que nos viéramos constreñidos a aceptar hasta las más pesadas cargas.

Con la ocupación del Ruhr, el destino le tendió una vez más la mano al pueblo alemán para que se levantara; pues, aquello que en el primer momento, debió presentársenos como una tremenda calamidad, encerraba, en el fondo, una posibilidad infinitamente promisora para poner fin a los sufrimientos de Alemania.

Desde el punto de vista de la política internacional, la ocupación del Ruhr significó el primer alejamiento entre Inglaterra y Francia, no sólo por parte de la diplomacia británica que había pactado, considerado y mantenido la alianza francesa con el criterio práctico del frío calculador, sino también en vastos sectores del pueblo inglés, dominaba aquel estado de ánimo. Fue, en particular, en los círculos financieros, donde se mostraba indisimulable desagrado por el nuevo formidable incremento del poderío francés en el continente. En efecto, vista la cuestión en el sentido político-militar, Francia asumía en Europa una posición como no la había tenido antes ni la misma Alemania, y en lo económico, adquirió igualmente fundamentos que le asignaban una situación poco menos que de privilegio junto a su posición de poderoso competidor político. Las minas más importantes de hierro y carbón de Europa, se hallaban en manos de una nación que, a diferencia de Alemania, había cuidado hasta entonces sus propios vitales intereses con decisión y dinamismo y que en la guerra puso de relieve ante el mundo entero la seguridad que le ofrecía su ejército. Con la ocupación de la zona carbonífera del Ruhr, Francia le arrebató a Inglaterra todo el éxito que había obtenido de la guerra, y el dueño de la victoria no fue ya entonces, la sagaz diplomacia inglesa, sino el mariscal Foch y la Francia que él encarnaba.

También en Italia, se trocó en franco odio el estado de ánimo poco favorable que existía allá a partir de la conclusión de la guerra. Presentóse el gran momento histórico en que los aliados de ayer podían ser los enemigos de mañana. Y si esto no ocurrió y los Aliados no se fueron a las manos, como en el caso de la segunda guerra balcánica, fue exclusivamente, debido a la circunstancia de que Alemania no contaba con un Enver Pascha sino con un Wilhelm Cuno, como canciller del Reich.

No sólo en el orden de la política exterior, sino también en el de la política interna, se le presentó a Alemania, con la ocupación del Ruhr por los franceses, una gran posibilidad para el futuro. Un considerable sector de nuestro pueblo que, bajo el influjo constante de los embustes de su propia prensa, seguía viendo en Francia al campeón del progreso y de las libertades, debió quedar repentinamente curado de semejante desvarío. La primavera de 1923 tuvo la misma trascendencia que el año 1914, cuando al declararse la guerra, se esfumaban de los cerebros de nuestros obreros los sueños de solidaridad internacional, para hacer que volviesen al mundo real de la lucha por la existencia donde un ser vive a expensas del otro y donde el exterminio del más débil representa la vida del más fuerte.

No se trató de impedir la ocupación de Ruhr por medio de medidas militares. Sólo un perturbado habría podido aconsejar cosa semejante. Pero, bajo la impresión del atropello que cometía Francia y mientras lo perpetraba se pudieron y debieron asegurar -sin tomar en consideración el tratado de Versalles despedazado por los franceses mismos- aquellos recursos militares que más tarde, habrían servido para respaldar la posición de nuestros delegados; pues, no cabía la menor duda de que el día menos pensado, habría de resolverse ante la mesa de una conferencia internacional cualquiera, la suerte de aquel territorio ocupado por Francia. Y tampoco debía perderse de vista que hasta los más calificados negociadores, pueden contar sólo con escaso éxito si no llevan por escudo la entereza de su pueblo.

¿No era acaso, una calamidad consumada tener que ver la eterna comedia de las conferencias internacionales que, a partir de 1918 solían preceder a la imposición de los respectivos dictados? ¿Y aquel denigrante espectáculo que se ofrecía al mundo entero, invitándosenos, como por ironía, a tomar asiento en la mesa de conferencias, para luego presentarnos resoluciones y programas acordados de antemano y sobre los cuales bien es cierto que podíase discurrir, pero sin admitirse modificación alguna?

Si en la primavera de 1923 se hubiese querido tomar el hecho de la ocupación del Ruhr como un motivo para restablecer nuestra institución armada, previamente habría sido necesario darle a la nación armas morales, incrementando su fuerza de voluntad y eliminando, al propio tiempo, a los destructores de las energías nacionales.

Del mismo modo que en 1918 tuvimos que pagar sangrientamente el error de no haber triturado en los años 1914 y 1915, de una vez para todas, la cabeza de la víbora marxista, así también debió vengarse ahora en la forma más tremenda, el hecho de que en la primavera de 1923 dejásemos pasar inaprovechada la ocasión de acabar definitivamente con la obra de los marxistas traidores a la patria y verdugos del pueblo.

Sólo los elementos burgueses pudieron ser capaces de concebir que el marxismo hubiese cambiado y que los protervos dirigentes revolucionarios de 1918 -aquellos que para poder encaramarse mejor a los diferentes puestos político, pisotearon fríamente la honra de dos millones de hombres caídos por la patria- estuvieran en 1923 dispuestos a ponerse al servicio de la causa nacional. ¡Idea increíble y realmente absurda la de esperar que los traidores de ayer pudieran convertirse repentinamente en los campeones de la lucha libertaria alemana! ¡Muy lejos estaban éstos de pensar así! La traición a la patria es en el marxista lo que, en la hiena, la avidez por la carroña.

Los destinos de los pueblos no se manejan con guantes, y he aquí porqué en 1923 debió obrarse con brutal energía para exterminar los áspides que emponzoñaban nuestro organismo nacional.

Con que frecuencia me esforcé, en aquellos tiempos, tratando de convencer, por lo menos a los llamados círculos nacionales, acerca de la trascendencia del momento; insistí siempre en que se cooperase al movimiento nacionalsocialista, dándole la oportunidad de liquidar cuentas con el marxismo; pero prediqué en el desierto. Todos, incluso el jefe de la Reichswher los sabían todo mejor que yo, para verse, al final, ante la capitulación más humillante que conocen los tiempos.

Ya entonces, pude darme cuenta de que la burguesía alemana había llegado al fin de su misión y que no estaba predestinada a jugar ningún rol más.

En aquella época -lo confieso francamente- sentí profunda admiración por el hombre del sur, allende los Alpes, que poseído de amor ardiente por su pueblo, no hizo causa común con los enemigos interiores de Italia, sino, más bien se empeño en destruirlos por todos los medios. Lo que colocará a Mussolini entre los grandes hombres de la Historia, es su inquebrantable resolución de no haber tolerado el marxismo en Italia y haber salvado a su patria, al destruir el internacionalismo. ¡Cuán diminutos aparecen, en comparación con él, nuestros actuales pseudoestadistas en Alemania!

Con la actitud que adoptó la burguesía y debido a la consideración que gozaba el marxismo, era una utopía la idea de toda resistencia activa en 1923. Querer enfrentarse con Francia, teniendo al enemigo mortal en las propias filas, constituía, desde luego, una locura. Una Alemania liberada de ese fatal enemigo de su existencia y de su futuro, habría sido capaz de energías que nadie en el mundo hubiera podido ahogar. El día en que el marxismo haya sido anulado en Alemania, sus cadenas quedarán rotas para siempre. Jamás -a través de nuestra Historia- fuimos vencidos por nuestros adversarios, sino eternamente por nuestros propios vicios y por enemigos cobijados por nosotros mismos.

En aquella hora trascendental de 1923, el cielo quiso enviarle al pueblo alemán un hombre "providencial":¡el señor Cuno! Propiamente, el no era un estadista ni político de profesión y naturalmente aun menos todavía de nacimiento, sino más bien un experto en negocios. Toda una maldición para Alemania, porque aquel comerciante conceptuaba también la política como una empresa económica y obraba de acuerdo con ello.

"Francia ha ocupado el Ruhr. ¿Y qué había allí? Carbón. ¿En consecuencia, Francia ocupaba el ruhr por el carbón?" Pues entonces nada más racional para el señor Cuno, que el recurso de la huelga como medio de impedir que los franceses obtengan carbón, lo cual -según la opinión del mismo señor Cuno- conduciría seguramente a que un día, en vista de la irrentabilidad de la empresa, quedase desocupado el Ruhr.

Para provocar la huelga, requeríase naturalmente, de los agitadores marxistas, por ser los obreros los que en primer lugar debían proceder al paro. Se imponía por lo tanto, constituir un frente unitario entre el obrero (que en la mente del tipo de estadista burgués es siempre sinónimo de marxista) y todos los demás alemanes. Los marxistas respondieron ipso facto al llamamiento, por la sencilla razón de que así como Cuno necesitaba de los agitadores marxistas para formar su "frente unitario", no menos necesario era para éstos el dinero de Cuno. Ambos podían estar satisfechos. Cuno obtuvo su "frente" constituido por charlatanes nacionales y por especuladores antinacionales, y por su parte, los traficantes internacionales, podían gracias a los dineros del fisco, servir su objetivo supremo, es decir, destruir la economía nacional y esta vez a expensas del mismo Estado. ¡Fue una idea genial querer salvar una nación por medio de una huelga pagada!

Si el señor Cuno, en lugar de incitar a una huelga general, subvencionada por el gobierno para formar un frente unitario, hubiese exigido de cada uno de los alemanes dos horas más de trabajo diario, el fraude que significaba ese famoso "frente unitario", habría acabado al tercer día. ¡No se libertan los pueblos por la inacción, sino mediante sacrificios!

Ciertamente que esta llamada "resistencia pasiva" no debió durar largo tiempo, pues, sólo un hombre totalmente ignorante en materia de guerra podía imaginarse que valiéndose de recursos infantiles, fuese factible desalojar un ejército de ocupación. Y la desocupación del ruhr habría sido lo único capaz de justificar un procedimiento cuyo coste llegó a los millares y que contribuyó capitalmente a la total destrucción de la moneda nacional.

Era natural que los franceses pudiesen instalarse cómodamente y con cierto sosiego al ver que la resistencia alemana se servía de tales medios. Sabían que tan pronto como esta resistencia pasiva en el Ruhr, se hiciese realmente peligrosa para Francia, las tropas de ocupación pondrían con admirable facilidad y en menos de ocho días, un fin sangriento a todo aquel juego infantil.

La formación del frente unitario, fue un hecho clásico, que nos obligó a los nacionalsocialistas, a oponernos tenazmente contra semejante propósito llamado nacional. En aquellos meses fui atacado con frecuencia por elementos cuyo sentimiento nacional no era más que una mezcla de estulticia y apariencia. Eran gentes que vociferaban con los demás sólo porque tenían la ocasión de poder revelar su "patriotismo", sin peligro alguno. Yo consideré aquel mísero frente unitario como una de las más risibles manifestaciones políticas, y la historia se encargó de darme la razón.

En el momento en que las organizaciones sindicalistas habían llenado su caja con los dineros procedentes del gobierno de Cuno, y cuando la resistencia pasiva que, hasta entonces, se había apoyado en la huelga, debió pasar a la acción activa, las hienas marxistas escaparon repentinamente del hato nacional de borregos que siempre fueron. Por su parte, el señor Cuno retornó tranquilamente a sus actividades navieras, en tanto que Alemania registraba en sus anales una amarga experiencia más y una gran esperanza menos.

Cuando al producirse el vergonzoso fracaso del Ruhr, después del sacrificio de millares, en bienes materiales, y de la vida de miles de jóvenes alemanes que tuvieron la ingenuidad de dar crédito a los dirigentes del Reich, se capitulara en forma tan depresiva para Alemania, estalló vibrante la indignación del país contra semejante traición hecha a nuestro desgraciado pueblo. En millones de cerebros surgió entonces con claridad meridiana el convencimiento de que sólo una transformación radical de todo el sistema político imperante, sería capaz de salvar Alemania.

Aquel Estado que conculcó todos los preceptos de lealtad y fe, que escarneció los derechos de sus ciudadanos, que defraudó los sacrificios de millones de sus más fieles hijos y que, finalmente, despojó también hasta del último céntimo a otros millones, no podía merecer otra cosa que el odio de sus súbditos. Y este sentimiento de odio contra los corruptores del pueblo y de la patria, estallará un día de todos modos. Aquí debo repetir la frase final de mi última declaración hecha ante los tribunales de Leipzig en el gran proceso de la primavera de 1924 :

"Los jueces de este Estado pueden condenarnos tranquilamente por nuestras acciones; más, la Historia que es encarnación de una verdad superior y de un mejor derecho, romperá un día sonriente esta sentencia, para absolvernos a todos nosotros de culpa y pecado"

Pero esa misma Historia emplazará también ante su tribunal a aquellos que, imperando hoy en el mundo, hollan leyes y derechos, precipitan nuestro pueblo en la ruina y que, además, en medio de la desgracia de la patria, colocan sus intereses personales por encima de los de la comunidad.

Omito relatar en este libro aquellos acontecimientos que precedieron al 8 de noviembre de 1923 y las consecuencias resultantes. Deliberadamente no lo hago, porque de ello nada constructivo se puede esperar para el porvenir. Ante la infinita desgracia común que aflige a nuestra patria, tampoco quisiera ahora resentir y con esto quizá alejar, a aquellos que, en el futuro, tendrán que formar el gran frente unitario de los alemanes leales de corazón contra el frente común de los enemigos de nuestro pueblo. Bien sé que llegará el tiempo en que hasta los que ayer estuvieron contra nosotros, recordarán reverentes a los que, como nacionalsocialistas, rindieron por el pueblo alemán el caro tributo de su sangre, y entre los cuales quiero citar también al hombre que, como uno de los mejores, consagró su vida en la poesía, en la idea y por último en la acción, al resurgimiento del pueblo suyo y nuestro:

DIETRICH ECKART

 

FIN

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